miércoles, 30 de abril de 2014

sábado, 26 de abril de 2014

Caballería.

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Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Se pasó el pulgar por la boca, notando cómo su labio seguía el trayecto del dedo, sorprendida de que no le hubiera dejado marcas.
Había notado toda la rabia con que Louis se la había tirado en esa ocasión, y no había hecho otra cosa que sorprenderla y complacerla. El hecho de despertar cosas tan fuertes en él, que ya era pasional de por sí (se cabreaba casi con tanta facilidad como lo hacía ella y le superaba con creces en la mala hostia cuando se trataba de un enfado de los gordos, de esos que conseguían encenderte y no te apagaban hasta muy tarde), la congratulaba como mujer. Le recordaba a las ocasiones en las que había dicho, antes de conocerle, antes incluso de saber que él existía, que si un hombre se mostraba celoso era porque no te quería. Se acordaba de eso y le entraban ganas de reír, porque pensaba en cada una de las ocasiones en las que Louis se volvía posesivo; siempre marcaba el territorio, por así decirlo, cuando ella miraba a los demás durante bastante rato. En ocasiones incluso era para picarlo, para provocar que él le rodeara la cintura y le besara la cabeza; cualquier respuesta cariñosa y posesiva era buena para su ego femenino, que le decía que si él hacía aquello era porque la quería, la deseaba, y no soportaba estar sin ella.
Pero las ocasiones en las que Louis volcaba toda su rabia en ella, todo su descontrol, que parecía bramar “eres mía, acuérdate, ni se te ocurra olvidarlo” despertaban en ella la bestia que llevaba dentro. Una bestia poderosa. Oscura. Tan oscura que incluso llegaba a arder en las tinieblas, arrasándolo todo y haciendo que perdiera el control.
Sí, aquellos polvos eran lo mejor, y se hacían añorar, pero había que seguir con todo.
Y una buena de seguir con la rutina de siempre y apartar, por lo menos de momento, lo que había pasado en aquel sofá (y esperaba de corazón y no tan de corazón que volviera a suceder más pronto que tarde), era arreglarse el pelo. Siempre hecho un desastre y siempre recogido en una coleta, trenzas o moños, para que no le molestara, a pesar de que prefería mil veces llevar el pelo suelto. Se veía más guapa, le daba confianza en sí misma... e iba a necesitar esa confianza para conseguir lo que ella y Louis se habían propuesto.
Después de darle muchas vueltas al asunto, de mostrarse indecisa hasta en las cuestiones más nimias, finalmente se decantó por un vestido que dejaba más bien poco a la imaginación, tanto por arriba como por abajo, se maquilló a conciencia y salió de casa sin comprobar cómo había dejado las cosas.
Aún tenía que pensar en quién iría a buscar a los niños al colegio, pues Tommy y Eleanor salían más tarde que los pequeños, cosa que le fastidiaba los planes demasiado. Podría llamar a Eleanor y que recogiera a su hermana, pero eso sería darle una coartada para que se fuera las últimas clases e hiciera quién sabía qué... y la misma situación, o peor, se daba con su hermano mayor.
Eri no verbalizaba la preocupación que sentía por su hijo, pues sabía lo mucho que esto le preocupaba a Louis, y no quería echar más leña al fuego. Le fastidiaba en secreto cómo Tommy podía llegar a fastidiarse el futuro a aquella velocidad, sin pensar en las consecuencias. ¿Por qué, de todos esos años de aplicación y de ser los mejores en todo, había terminado eligiendo precisamente el último año para hacerse el duro y fingir que no sabía nada cuando en realidad era el más inteligente, con diferencia, de su clase? ¿Realmente el crío había terminado dejando que el gen Tomlinson le hiciera mella y se había dejado arrastrar por la genética sin oponer más resistencia que la que había hecho que no suspendiera una asignatura de la evaluación pasada?
Cada vez que pensaba en su hijo sentía cómo sus entrañas se retorcían de espanto, especialmente por las ideas que acudían a su cabeza. No, Tommy no era malo. No, Tommy no era gilipollas. Y no, la genética de Louis no había hecho mella en él, para nada. De ser así, Tommy ni siquiera habría suspendido nada, porque Louis había repetido curso por dejadez y negarse a hacer las tareas. Había sacado cincos pelados que no le dieron para más en las evaluaciones, lo que terminó haciendo que malgastara un año de su vida regresando a las mismas clases y escuchando las mismas lecciones, de tal forma que, de haber hecho caso la primera vez, se las habría aprendido de memoria.
No, tenía que ser todo aquel asunto con Megan. Y eso la frustraba aún más, porque hacía que hiciera algo que la aterrorizaba de una forma en que pocas cosas la habían aterrorizado: le hacía recordar. Recordar el pasado oscuro que se esforzaba por reprimir y que manaba de sus cicatrices. Revivir aquel pasado que cobraba fuerza, y latía y ardía y arañaba desde dentro de su piel cada vez que unos ojos curiosos se posaban en sus muñecas y la expresión cambiaba de curiosidad a espanto.
Y eso que no me vieron en aquel hotel de México pensó ella con ironía, dejando que la imagen del baño lleno de sangre la inundara por un momento.
Podría haber muerto allí. Se había hecho cortes suficientes como para morir desangrada pues, no contenta con abrirse las muñecas, también se había cortado parte de las piernas, tratando de hacer que las voces en su cabeza diciendo que perdería lo que más quería se callaran de una maldita vez. Las sumió en sangre, y las voces se callaron, tal vez muertas, o tal vez con su sed saciada.
Pero no murió, y estaba agradecida por todo lo que tenía y no había perdido en aquella pequeña habitación donde las cosas llegaron a una encrucijada vital. Por suerte, había elegido el camino correcto, y ahora estaba allí, apretando la espalda contra el asiento y esperando con impaciencia a que el semáforo se pusiera en verde. Clavó las uñas en el volante del coche, tamborileó con los dedos y, cuando un nombre cruzó su mente como un bólido, se aferró a aquella imagen como si le fuera la vida en ello. Rebuscó en el bolso hasta sacar el móvil. El coche que tenía detrás pitó; el semáforo se había puesto en verde y ella seguía clavada al suelo. Pisó el acelerador y el coche salió disparado hacia delante, igual que una pantera se tiraba de los árboles para hacerse con su presa.
Con un ojo en la carretera y el otro puesto en la agenda de contactos de teléfono, esperó a que los timbrazos de turno empezaran a sonar.
-Vamos, vamos-instó a su interlocutora, cabreándose con cada sonido. Sin embargo, el enfado se disipó en cuanto la voz dulce respondió a sus plegarias.
-Hola, Eri.
-Hola, Layla. ¿Estás ocupada?
-No, ¿qué querías?
-Pues... verás... me preguntaba si podrías venir a recoger a mis hijos del colegio. Ya sabes, como sé que sales pronto los viernes y...-comenzó a balbucear. Sus mejillas ardían. Y eso que estaba hablando con una adolescente en los últimos años de esa etapa.
-No te preocupes; Louis ya me ha llamado. Sé a qué hora tengo que estar y dónde.
-¿Lo ha hecho?
-Sí.
-Joder, es... sorprendente.
Layla se echó a reír.
-Bueno, tiene el instinto paternal desarrollado, ¿no? Es lo que hacéis.
-Vale. Eh... ¿te ha dicho dónde tenemos la comida?
-Nevera; cajón de la izquierda. En un tupper- asintió la chica. Eri sonrió para sus adentros, pensando que, efectivamente, Layla era hija de quien era-. 3 minutos en el microondas; 4 como mucho. Está todo controlado.
-Muchísimas gracias, Layla. Te lo compensaré.
-Me basta con que convenzas a mi padre para que me deje ir de tour por el continente. El interraíl es precioso, según me han dicho, y mis amigas y yo nos merecemos ese descanso.
-Sí, lo hacéis-consintió la mujer, deseando fervientemente poder tener una semana de chicas y perderse por los rincones más alejados de Europa, sin tener que rendir cuentas ante nadie-. ¿No necesitarás financiación?
-El dinero es lo que menos me preocupa, de verdad. ¿Lo harás?
-Yo de ti iría reservando los billetes.
-¡Gracias!-replicó la chica. Eri se echó a reír y colgó sin despedirse. Layla no se ofendería. Nunca se ofendía.
Por lo menos los Payne de nacimiento no.
Todas sus preocupaciones se disiparon al pensar en que ya tenía un plan B, que en realidad había pasado a ser el A, para esa mañana. Y así, con la compostura reestablecida y los nervios de acero, detuvo el coche frente al instituto, apagó el motor y salió de él como poca gente había salido de un coche jamás. Con estilo, con elegancia, como ella sabía a base de imitar a sus modelos a seguir. Alzó la cabeza, cerró la puerta sin mirar a atrás y echó a andar hacia la puerta, con una seguridad en sí misma que haría detenerse a un tren en marcha, temiendo este que algo fuera a sucederle si intentaba acabar con ella.
Todo el mundo se giró para contemplar a aquella que iba contracorriente y, en lugar de salir, entraba. Se cruzó con un par de chicas que parecían demasiado ocupadas poniéndose histéricas ante la posibilidad que había de que las pillaran como para percatarse de que Eri hubiera detenido su huida de haber querido, o de que estaban escapando justo cuando más ojos había clavados en la puerta.
Eri ni siquiera se hizo a un lado, pues las chicas se separaron y pasaron a su lado, cada una por un extremo, rodeándola como dos gotas de agua harían al encontrarse con un obstáculo. La única diferencia fue que las chicas se pusieron coloradas, y no aminoraron la velocidad.
Un profesor atravesó el gran vestíbulo y caminó en dirección a los despachos principales, pero se detuvo cuando notó la presencia de un extraño parada en la puerta, sin saber muy bien qué debía hacer ahora. Erika había calculado mal el tiempo y se había presentado temprano.
El hombre levantó la cabeza y frunció el ceño un segundo. Recorrió con la mirada aquel cuerpo trabajado, las piernas que acabarían por desquiciar a los alumnos, que eran intratables un viernes por la mañana, especialmente en las últimas horas, la cintura, el pecho (se detuvo un poco ahí, esperando que la mujer no se ofendiera, seguro de que ya no era una alumna sino una verdadera bomba de relojería en pleno apogeo) y, por fin, alcanzó su rostro.
Eri esbozó una sonrisa tímida mientras uno de los profesores de geografía del instituto se acercaba a ella, cerrando con un golpe el libro que tenía entre las manos. Un mapa se asomó entre las hojas, luchando por encontrar aire en el aplastamiento que se había producido con sus compañeros.
-Señora Tomlinson-saludó cortésmente, y le besó la mano en un gesto educado que hacía siglos que no se utilizaba. Eri controló sus impulsos de dar un par de pasos hacia atrás y arrastrar la mano; le preocupaba demasiado que aquel hombre hablara con las jefas de estudios, o incluso el director, y su pequeña misión se fuera al traste antes de empezar.
-¿Ha visto a mi marido?
-Oh, sí. Louis está dando clase. Ha llamado a Marge para que le cubra al final de la hora. Estará al caer. ¿Puedo hacer algo por usted, mientras tanto?
Eri se limitó a negar con la cabeza, sus rizos bailaron por sus hombros. El hombre sonrió, y ella luchó por no cruzarle la cara.
-¿Un café? ¿Un té?
-No, gracias, estoy bien.
-Acompáñeme a la sala de espera, si quiere. Sería una pena que una mujer como usted fuera por ahí sin compañía.
Machista de mierda, cerdo gilipollas trinó ella por dentro, pero se calló y aceptó con una sonrisa falsa el brazo que el hombre le ofrecía. Se dejó casi arrastrar hasta la sala de espera, donde había varias revistas, un periódico arrugado de días pasados, y una pequeña máquina de café en un extremo, tan alejado que hacía pensar que era un adorno más, y no algo que realmente fueras a utilizar.
-Ahora debo reunirme con la jefa de estudios, pero, si quiere, puedo quedarme un rato con usted...
-Estaré bien sola. Louis me tiene acostumbrada a eso de vez en cuando. Sobreviviré.
El hombre se la quedó mirando.
-Es decir-replicó ella, apartándose el pelo de la cara y sonriendo de manera lobuna-, si puedo estar sin mi marido-aludió, enseñándole rápidamente su alianza-durante unos meses, no me será difícil no tener compañía unos minutos.
El sonido de la fotocopiadora interrumpió la respuesta seguramente suplicante que el hombre iba a ofrecer. Una secretaria rechoncha, de mediana edad, pasó entre ellos sin mirar atrás. Se ajustó las gafas de gato, un estilo de mediados del siglo pasado, y comprobó el número de copias.
-Rodge, ¿vas a pasar cerca del departamento de Literatura? Zayn quiere que le entregue esto, pero... Estoy muy liada. Me acaban de dar las autorizaciones para la salida del martes. ¿Te lo puedes creer? Quieren que imprima ciento y pico antes de última hora. Y esta mierda no funciona-espetó, dándole un puntapié con un zapato enguantado en un tímido tacón-. Como no lo haga a mano...
-Yo se lo enviaré, Kate, no te preocupes-respondió el hombre. Eri sonrió, agradecida de poder librarse de tal pesado, y asintió con la cabeza en señal de despedida. Rodge cogió las hojas que le tendía la secretaria y se marchó, azorado, enseñando su calva incipiente al mundo al agachar la cabeza.
Kate siguió a lo suyo, colocando y descolocando papeles. Se le cayeron unos cuantos y ella gimió, exasperada. Eri, sintiendo lástima de la pobre mujer, se fue a ayudarla. La secretaria sonrió con timidez y murmuró un dulce “gracias”, evidentemente no acostumbrada a que la gente le hiciera caso sin que ella tirara cohetes o algo por el estilo para conseguirlo.
Pero los papeles que había recogido volvieron al suelo en cuanto alzó la vista y se encontró con la sonrisa de indulgencia que había en su ayudante improvisada.
-¡Señora Tomlinson! ¿Ha... ha pasado algo? Ya sabe... su hijo... es buena gente. Yo lo sé. Thomas es muy, muy buen chaval. Sea lo que sea lo que hayan dicho, habrá una explicación. Esa arpía de Ciencias no puede ni verlo, y hace lo posible por ponérselo todo cuesta arriba...
-No estoy aquí por mi hijo, señora Brandon, pero gracias por su apoyo-sonrió la madre del mencionado-. ¿Mucho trabajo?
La secretaria se alzó y contempló embobada los papeles. Había perdido momentáneamente la noción de dónde estaba.
-Oh, bueno, lo típico de estas fechas... ya sabe. Excursiones, títulos... todo eso-musitó, alzándose de hombros-. Si no es indiscrección, ¿puedo...?
-¿Preguntar por qué estoy aquí?-la animó Eri-. En absoluto. Tengo que hablar con el director. Louis y yo. Tenemos.
Kate sonrió ante la sola mención del hombre. Echó una ojeada al cuartillo donde estaba la fotocopiadora y, sin poder callárselo, explotó.
-No he tenido la ocasión de darle las gracias como es debido, pero le prometo que estoy agradecida. Es decir... las flores... son preciosas.
-¿Qué flores?
-Las flores. El martes fue mi cumpleaños, ¿lo sabía?
Eri negó con la cabeza.
-No. Felicidades.
-Gracias. Bueno, es decir... creía que... se lo había recordado a su marido. Había oído decir que tenía buena memoria para las fechas.
-Y suelo tenerla, pero... no lo sabía, de verdad.
-¿Y las flores?
Eri inclinó la cabeza a un lado.
-¿Qué flores?
-Las que me dio su marido.
-Se las habrá dado Louis. Suele tener estos detalles. Es una de sus pocas virtudes-bromeó Eri. Kate se echó a reír.
-Tiene muchas más.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
-¿Cree que se debe a...?
-Le aseguro que las revistas exageran mucho estos temas. Yo vivo con él, y la mitad de las cosas que se dicen no son verdad. Para lo bueno y para lo malo.
-Me refiero a las flores.
-¡Ah! Pues... suelen acordarse de estas cosas. Usted era fan suya, ¿no es así?
-De las primeras.
Eri se acercó a ella; Kate aguantó la respiración. Tener a la esposa de uno de tus ídolos cerca no era moco de pavo. Quería alargar ese momento en la medida de lo posible pero, a la vez, no quería que Erika pensara que era una fan obsesiva o algo así, que se iba a volver loca con cualquier minucia.
-Ellos se acuerdan, ¿sabe? Que ya no estén tanto como antes no significa que no estén... ni que ya no les importemos. Les seguimos importando. Mucho.
Kate se quedó callada, reflexionando sobre sus palabras. En ese momento sonó el timbre; ella ni se inmutó, pero Eri alzó la cabeza y miró al techo, buscando la fuente del sonido que lo inundaba todo.
-Tengo que irme. Felicidades atrasadas-susurró, inclinándose hacia ella y dándole un beso. La mujer se tocó la mejilla, sorprendida por ese repentino ataque de complicidad. La sangre latina que le corría por las venas hacía que hiciera cosas sin pensar, ni preocuparse demasiado por ser excesiva. Por suerte, no tuvo que preocuparse de ello.
-Hasta luego, señora Tomlinson.
-La última vez que hablamos le dije que me llamara Eri, señora Brandon.
-Es demasiado para mí.
Eri se echó a reír, dobló la esquina y la secretaria desapareció.
Llegar a la clase en la que Louis estaba fue algo más complicado de lo que pensaba. Los alumnos más jóvenes correteaban de acá para allá, a toda velocidad, sin preocuparse de lo que estaba sucediendo a su alrededor: tenían que ir a clase y tenían que hacerlo ahora. Si había que pasar entre unas piernas, se pasaba. Todo fuera por no llegar tarde y recibir una buena regañina.
Sin embargo, llegar a los pisos superiores, donde estaban los mayores supuso un cambio radical. Caminaban despacio, intentando echar el mayor tiempo posible en el pasillo. Se abrían a cada lado tuyo, sin preocuparse de que eso pudiera ralentizarlos.
Pero también sabían mejor quién era, qué podría hacer allí, y cómo reaccionar ante ella. No sólo era la madre de Eleanor y Tommy, también era la mujer de un profesor... y era, por encima de todo, ella.
La fama que Eri había cosechado hacía muchísimo tiempo aún latía en los corazones de aquellos, que se volvían casi reverencialmente cuando pasaba, contemplando su cuerpo bien ganado a la anorexia y al odio a sí misma, unas con envidia, otros con lujuria.
-Qué puta suerte tiene el de música, hermano-susurro uno cuando ella pasó. Eri fingió no oírlo.
-Podría hacerle ver qué es realmente un hombre, y no ese gilipollas.
Vale, ahora sí que se había cabreado.
Se giró en redondo y lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza. Por sus labios amaneció una sonrisa gélida.
-De momento ese gilipollas me basta y me sobra, pero gracias por tu oferta.
El muchacho en cuestión se puso rojo al tiempo que sus compañeros comenzaban a tomarle el pelo.
Había un aula con la puerta abierta y a la que nadie entraba. Esperó que coincidiera con la que le habían dicho. Efectivamente, esa era.
Cuando llegó al umbral, echó un vistazo al interior. Dos docenas de estudiantes se concentraban en escribir a toda velocidad sobre un papel en blanco, sin darse cuenta de nada más que de lo que tenían que plasmar en aquel papel.
Louis los observaba con los pies encima de la mesa, bufando y jugueteando con un bolígrafo. Lo hacía girar en piruetas imposibles que Eri llevaba mucho tiempo sin ver.
Antes de que pudiera decir nada, Louis levantó la mirada y clavó los ojos en su mujer.
-Hola, nena.
Todo el mundo alzó la cabeza, primero hacia él, luego hacia ella. Algunas de las chicas cuchichearon entre ellas, emocionadas por la palabra cariñosa que le habían arrancado a su profesor de música. Muchas seguramente fantasearan con que las llamara así.
Los chicos, por el contrario, no se cortaron un pelo en contemplar a la recién llegada con curiosidad y cierto morbo. Tanto que Eri cruzó las piernas y agachó la cabeza un momento, inspeccionando su aspecto, preguntándose si tendría algo en el vestido.
-Richards, cierra la boca, es mía-espetó Louis, sonriendo. El tal Richards alzó las manos y volvió la vista a su examen. Louis echó una ojeada a su clase; algunos chicos se mostraban reticentes a volver al examen que tenían sobre la mesa y abandonar semejante vista, obviamente mucho mejor que unas preguntas cuya respuesta aún estaba por determinar.
-¿Que es que tenéis examen?-inquirió Eri. Uno de los chicos se giró para hablar con su amigo.
-¡Me cago en mi vida! ¡Ese ángel puede hablar y todo!
Louis puso los ojos en blanco.
-No me las busco mudas, Charles, me gusta poder oírlas gritar-espetó Louis. Charles rió.
-¿Puedo hablar con ella?-inquirió Charles. Louis se encogió de hombros.
-Tienes boca, y ella oídos. No veo por qué no.
-También tengo yo algo que encaja muy bien con ella, si me dejas probarlo, profesor-replicó otro pícaro de las últimas filas de clase. Louis torció una sonrisa.
-Te ibas a acordar de mí, y no sólo en junio.
-¿De qué es?
Todos volvieron a mirarla.
-El examen.
-¿De qué va a ser, nena?-varios murmullos de nuevo entre las mujeres del lugar-. ¡De música!
-Y parece largo.
-Lo es-aseguró una chica que revisaba una pregunta. Tenía 4 folios escritos.
-Como lo que tengo yo entre las piernas.
-Will, te juro por mi vida que te voy a llevar al despacho del director como sigas en este plan.
-¿Es difícil, Will?-le retó Eri, apoyándose en la puerta y colocando una de sus manos en la cadera. Will se la comió con la mirada.
-He hecho cosas más complicadas, créame, señora Tomlinson.
-Sí, y no va a ser con ella. Se siente, pero ya está cogida.
-¡¿PUEDE ALGUIEN CALLARSE, POR DIOS BENDITO?! ESTOY HACIENDO UN MALDITO EXAMEN-ladró una muchacha con el pelo alborotado.
-Mia, tranquila. Tenéis toda la hora para terminarlo. Relajaos.
-¿De verdad les haces hacer exámenes de dos horas, Louis?
-Las carencias de sexo que tengo en casa me ponen de mala uva y sacan lo peor de mí-se burló él, entrelazando las manos. Un murmullo amenazante y expectante se levantó en la sala. Ya nadie parecía interesado en el examen.
-Es una lástima, porque yo no tengo carencias de nada-Eri se encogió de hombros-. Entre tú y mi amante no puedo quejarme.
-¡Zas!-bramó alguien, y todo el mundo se echó a reír, incluido Louis.
-Sorprendente, ¿verdad?-alegó por fin él. Muchos de sus alumnos asintieron.
-Es una crueldad.
-El examen es de filosofía, Eri. ¿Puedes calmarte?-respondió Louis, esbozando una sonrisa divertida, sin poder creerse que ella hubiera caído en aquella trama. Eri simplemente se encogió de hombros, se apoyó en el marco de la puerta y cruzó las piernas.
En ese momento, una mujer ya entrada en años, muy delgada, de mejillas sonrosadas, apareció por el pasillo. Tenía el pelo de color oscuro moteado con canas recogido en un moño que se revelaba contra su dueña con una ferocidad jamás vista.
Apenas había llegado a la puerta, Marge se apoyó en el marco y le dedicó una mirada a modo de saludo a Erika, que inclinó la cabeza y miró a Louis. Éste estaba jugando con el bolígrafo, había colocado de nuevo los pies encima de la mesa, y escudriñaba la clase con gesto aburrido. Tenía órdenes, y muy estrictas, de no moverse de allí y no dejar a la clase sin vigilancia hasta que alguien fuera en su ayuda.

La caballería había llegado.

domingo, 20 de abril de 2014

Libélula.

Le dediqué una cálida sonrisa a Blueberry, la primera sincera en lo que me parecía muchísimo tiempo. Las comisuras de mi boca se alzaron solas; no obedecían ninguna orden de un cerebro que luchaba por ocultar la verdad, ahogándola bajo la superficie revuelta del mar compuesto por las mentiras. Parecían tener conciencia y deseos propios, y la verdad era que agradecía enormemente que pudieran hacer eso por mí.
-Tengo novio-me burlé, sabiendo de sobra que no me estaba tirando los trastos, pero también dándome cuenta de que era lo más bonito que me habían dicho en muchísimo tiempo. O lo más bonito que me dirían jamas. Al menos un runner no podía ofrecerte nada mejor y más importante para él que su propia libertad, lo cual era muy especial, ya que todos sabíamos que nosotros era lo más importante que teníamos; nuestra persona era lo único por lo que luchar, el libre albedrío era la mejor arma, aquella para la que el Gobierno aún no había creado ningún escudo efectivo.
-No soy celosa-replicó ella, armándose con una cálida sonrisa en los labios. Sus dientes eran blanquísimos, casi parecían brillar con luz propia.
Iba a replicar cuando sonó una alarma. Alguien había activado el timbre que rompía el silencio a la velocidad del rayo, informándonos a todos de la nueva condición. Pasábamos de ser libélulas bailando sobre las aguas del río a colibrís en una jaula demasiado pequeña para poder vivir bien.
Las paredes parecieron acercarse entre sí. Ya no estábamos en un hogar. Estábamos en una cárcel.
Blueberry alzó los ojos, contempló los fluorescentes que se mantenían encendidos, reticentes a dejarse vencer por el sol, y estudió después las caras de los demás, que se miraban entre sí de una manera increíblemente agresiva. Las subastas nos ponían a todos tensos, sacaban la vena más competitiva que teníamos en el cuerpo, la que no se manifestaba ni siquiera cuando unas asesinas diminutas se lanzaban a la carrera a por nosotras, atravesando el aire como un hacha.
Noté varios ojos clavándose en mí, elaborando un perfil psicológico de alguien a quien realmente no conocían ni se habían enfrentado nunca. A partir de ahora mis movimientos serían examinados al milímetro, buscando un punto débil, una cojera, una predilección por la visión de mi lado derecho o izquierdo... algo que delatase que era más fácil derrotarme de una manera o de otra.
Blueberry se cubrió el pelo con la capucha de su chaqueta negra, y nuestros ojos se encontraron.
-Necesitarán a alguien que cierre las puertas y abra los pasadizos-murmuré, mirando en derredor, sabiendo que nadie se levantaría para ayudar en ese momento. Ahora tocaba descansar, ahorrar energías y prepararse para la batalla más épica que viviríamos en los próximos años.
Las cocineras se acercaron a la ventana, pegaron sus manos a los grandes cristales, y saludaron al sol con un semblante frío e inescrutable. Fruncí el ceño; ellas no tenían que realizar ningún trabajo extra para compensar que no saliésemos: de hecho, el nivel de alimentación bajaba radicalmente durante las subastas, ya que los que no participaban en alguna prueba apenas comían. No podíamos permitirnos meternos en el cuerpo calorías que más tarde no íbamos a consumir.
Obviamente, yo nunca había sido de este tipo: siempre me había apuntado a todas las pruebas, incluso en las que sabía que no tenía ninguna posibilidad. Las subastas siempre eran buenos momentos de entrenamiento, lugares en los que fardar de habilidades y técnica, y, también, en los que aprender nuevos trucos con los que ser mejor runner. Trabajando con la élite llegabas a mezclarte con ella y formar parte de ella.
Di un brinco cuando una vibración y un ruido agudo y molesto me impactó desde el otro lado de la sala. Me volví en aquella dirección en el momento en que Blueberry terminaba de levantarse de la silla. Hubo sonrisas satisfechas a lo largo de todo el comedor. La debilidad de Blueberry era que no era sigilosa en absoluto. Ya no estaba cualificada para las mejores misiones, aquellas por las que la lucha se extendía durante varios días.
Alardeando de aquello de lo que otros carecían, me levanté en el más absoluto de los silencios y la seguí fuera del recinto, con todos los ojos pendientes de nosotras aún. La alcancé al trote, y le pasé un brazo por los hombros. Ella se limitó a seguir caminando, con los ojos ensartados en aquellas líneas negras que cubrían su mirada y le daban un aire de misterio y peligro que pocas veces se conseguía. Aunque era pequeña, era poderosa, y podía meterte en problemas si la forzabas demasiado.
-Todo el mundo te estaba mirando.
-Es que soy muy guapa-respondió, alzando los hombros con indiferencia y tatuándose el sarcasmo en la boca.
-Eres ruidosa-la corregí yo. Realmente deseaba subir al Cristal, y se lo merecería... de no ser porque si fuera la misión correría un serio peligro, cosa a la que nadie estaba dispuesto. De momento.
-Tal vez puedas mejorar; he conocido a runners que han acrecentado, y mucho, sus habilidades para la carrera y las misiones.
-Nunca me mandan a misiones en las que el silencio sea la táctica clave. Yo soy más de entrar, llevármelo todo en el menor tiempo posible, herir lo más grave y rápidamente posible y largarme de allí antes de que lleguen las fuerzas contra las que no puedo luchar.
Me detuve en seco un segundo, observando cómo caminaba y escuchando el sonido de sus pasos repiquetear contra el suelo y las paredes, que hacían las veces de amplificador para avisarnos de cuando había un peligro y conseguir que reaccionásemos lo más rápidamente posible.
Al detenerme, recordé cómo nos conocimos. No tenía un sector aún, estaba “sin catalogar”, lo cual me había parecido extraño y en contra de ella... pero en realidad era bueno. No era experta en nada, no era buena en nada, lo cual significaba que tampoco era mala en nada. No tenía puntos débiles que mostrar fácilmente, por ello aún no sabían en qué sector colocarla.
Nos había tendido una trampa a todos los que estábamos allí, de la misma manera en que se había colocado en el más absoluto de los silencios detrás de Blondie y de mí cuando íbamos en aquella persecución frenética de nuestros vigilantes, antes de saber que estaban en la parte superior del edificio en el que vivíamos y en el que nos entrenábamos.
Ella se giró y se me quedó mirando, preguntándose en aquellos ojos casi blancos por qué no seguía paseando a su lado. Se pasó una mano por la parte rapada de la cabeza, y frunció el ceño de tal manera que sus cejas casi se juntaron sobre su nariz.
-Estás fingiendo-dije. Sus cejas se unieron aún más, fusionándose en una finísima oruga negra.
-¿Qué?
-No eres ruidosa. Más bien al contrario, eres... sigilosa. Y astuta. Desde el momento en que te conocí me di cuenta de ello. Sabías que los demás te miraban y no te preocupó que creyeran conocer tus secretos.
Se echó a reír y asintió con la cabeza. Estiró la mano y me agarró del codo para tirar de mí y seguir arrastrándome por la Base hasta los pasadizos inferiores, por los que podrían entrar los ciudadanos de nuestros suburbios en caso de ataque.
Observé con más atención su pelo acabado en puntas moradas, su mirada fiera, aquellos ojos que saltaban de rincón en rincón de la misma manera en que yo saltaba de un edificio al siguiente, huyendo de todo aquello que fuera lo bastante rápido como para perseguirme.
-Tienes posibilidades si muestras lo que eres capaz de hacer.
-Te sorprendería saber hasta qué lugares es capaz de llegar la enfermedad de la traición.
Esta vez sí que me detuve en seco, y ella dio un brinco y se volvió a toda velocidad, con una mano tocándose la cintura, en el punto exacto en el que le había crecido una pistola de la nada. Sus ojos me atravesaron y escrutaron el pasillo, por el que varios runners avanzaban sin preocuparse de los demás. Un par de ellos se saludó entre sí, y pasaron de largo sin más reconocimiento que la inclinación de cabeza con la que se reconocieron mutuamente. Con eso bastaba y sobraba cuando se trataba de tu reputación y de la prueba a la que la someterían más tarde.
Pero yo no podía hacer más que preguntarme, aterrorizada, si Blueberry sabría algo.
-¿A qué ha venido eso?-inquirió, deslizando su mano por el vientre plano que se descubrió unos segundos. Tiró de su camiseta negra y volvió a centrarse en la caminata-. Creía que habías visto algo o algo te había cogido.
Negué con la cabeza.
-He recordado una cosa, y se me ha ido la cabeza.
-Sabía que estabas loca; de eso se hablaba últimamente cuando accediste sin rechistar a ser entrenadora de los puñeteros principiantes, pero, ¿sabes? Nunca pensé que llegaras a estos extremos.
-No tenía elección-protesté entre dientes, echando a andar de nuevo y superándola. Esta vez fue ella la que trotó para alcanzarme.
-Eres Kat, siempre tienes elección. Tu misión debía de ser muy importante si el fallar hizo que la gente se olvidara de quién eras para...
-Lo era-la corté, y ella se quedó callada. Llegamos a la puerta subterránea que daba a los pasadizos, cogimos unas linternas y escribimos un mensaje en una pizarra cercana, diciendo que ya nos estábamos encargando de abrir las puertas, y que sería mejor que los que se fueran a preocupar de abrirlas hicieran cosas más productivas, como preparar nuestro pequeño estadio particular.
Recorrimos la oscuridad en el más absoluto silencio. Al fin y al cabo, la lucha entre la luz y aquélla no era ruidosa, sino que se celebraba en un mundo sordo, donde el sonido era una quimera que nadie había experimentado jamás.
Blueberry apretó los dientes y se acercó un poco más a mí, temiendo de aquellos monstruos que vivían en las tinieblas y que se comerían tu alma si les dabas la oportunidad.
-Tiene que ser horrible para las familias atravesar estos lugares sin luz.
-Tienen antorchas-repliqué yo fríamente, sintiendo la trenza azotándome en la espalda, instándome a correr y huir de allí a todo lo que mis jodidas piernas dieran.
-Nunca había estado aquí.
-¿De veras? Creía que os seguían entrenando por estas zonas.
Con la intención de que nos acostumbrásemos a la oscuridad, los entrenadores nos traían a los pasadizos subterráneos cuando estábamos terminando nuestra fase preparatoria. Así, pretendían que nos orientásemos en la oscuridad y no le tuviéramos miedo a la noche ni a los temores que en ella esperaban en cada esquina.
Después de detenernos varias veces a escuchar el ruido de goteras o a gritar por sentir ratas acercándose a nuestros pies, por fin llegamos a la puerta. Descorrimos el cerrojo y, a petición de Blueberry, nos asomamos al exterior.
El pasadizo terminaba (o empezaba, dependiendo de dónde vinieras) en la única casa abandonada que había en todos los suburbios. Pura cuestión estratégica: ningún policía se atrevería a pensar que había gente viviendo en una casa cuyas paredes se caían y cuyo tejado apenas existía. Pasarían de largo y no la inspeccionarían por dentro, con lo que no encontrarían el punto débil a través del cual podían atacarnos y destruirnos si se organizaban bien.
-Blueberry, vámonos. Este lugar me da escalofríos-susurré, observando las paredes, grises por el tiempo y el descuido, y los trozos de madera que sobresalían como dientes de la pared. Había algo en lo antiguo que me daba ganas de salir corriendo y no parar nunca.
Ella se acercó a la puerta y se asomó a la calle, aprovechando un hueco en la pared por el que ésta no existía. Yo sentía cómo el frío me reptaba por la piel, avisándome de que algo andaba mal...
...una sombra atravesó la estancia a gran velocidad, cubriendo todo de penumbra en un momento. Yo alcé la mirada convencida de que había ángeles que venían a por nosotras allí fuera. Mientras tanto, Blueberry seguía mirando a la calle.
-Está todo en silencio...
-Las alarmas no les avisan de que estamos fuera de combate. Sólo saben que tienen que esconderse-informé yo, inclinándome hacia delante para observar mejor el cielo. No iba a esperar a que la sombra volviera. Nos largábamos ya.
Por fin, Blueberry se separó de la puerta, y me siguió hasta la que nos conduciría de nuevo a la base.
En el momento en que sólo quedaba una ranura a través de la que ver el exterior, aquella palpitación oscura se repitió.

Corrí como pocas veces había corrido en mi vida, sabiendo que la pistola que traía Blueberry no sería suficiente para defendernos de una criatura que podía volar.

lunes, 14 de abril de 2014

Los Eternos.

No logré cumplir mi objetivo de llegar a la Base antes de que la Luna se pusiera para así poder echar una cabezadita o algo, pero no fue porque de repente me hubiera vuelto de lo más incompetente que había en toda nuestra Sección y parte de las extranjeras. Se trató más bien del caso contrario: me había dado cuenta de que muchos trabajos quedarían sin hacerse mientras nosotros estábamos ocupados con las subastas, de modo que la actividad runner se vería mermada y nuestras maneras de vivir sufrirían mucho. La interdependencia total en la que nos movíamos tenía esas desventajas: en cuanto un eslabón de la cadena fallaba, ésta dejaba de ser efectiva, y la carga que llevaba se precipitaba al vacío hasta perderse en la oscuridad.
Mientras fuera libre y pudiera pasearme por donde me diera la gana, dando buena cuenta de mis piernas para cumplir con mi deber, lo haría. Se lo debía a los demás.
Cuando terminé con mis misiones pendientes, las estrellas eran las únicas guardianas de la noche. Tan sólo las más poderosas lograban colarse a través del haz de luz que manaba de la tierra. El Gobierno era tan egocéntrico que deseaba hacer de su ciudad un sol en miniatura, particular, que pudieran controlar a conciencia. Dado que el rey de los cielos era aún una bestia libre e indómita, buscaban hacerle competencia de todas las maneras posibles. Dado que no podías hacerle sombra a algo que era luz pura, y que jamás perdía esa luminosidad, lo único que podías hacer era tratar de que se viera menos brillante a base de ser tú una fuente de luminiscencia con la que pocos podían manejarse.
El trayecto a la Base fue de los más cortos que había hecho en mi vida. Una de nuestras fronteras de Sección se encontraba a escasos dos kilómetros de donde nos congregábamos (un error de cálculo y división de los primeros runners del que todo el mundo se quejaba pero que nadie buscaba solucionar), de modo que llegué allí en escasos minutos, cuando el sol comenzaba a despuntar tímidamente, con las pilas recargadas tras una noche en la que había iluminado otra parte del mundo más libre que la que ahora aparecía a sus pies.
Las puertas estaban abiertas. Se notaba, desde luego, que iba a haber reunión de runners y que no podíamos permitirnos dormir en los laureles. Cuando la puerta estaba cerrada, era que había paso libre. Cuando estaba abierta era cuando no podías traspasarla. Una manera curiosa de encerrar a alguien: queriendo que el canario de canto bellísimo no se escapara, le abrías la puerta de la jaula. Así, el animal desconfiaría y se negaría a salir al sucio y malvado mundo exterior, y tú quedarías como el bueno de la película, aquel cuidador que no era para nada un carcelero.
Varios aprendices que estaban cargando unas cajas en el vestíbulo se giraron en el momento en que atravesaba la puerta, con el sol a la espalda, y proyectando una sombra ardiente en el otro extremo del habitáculo; un triste retrato mío apareció frente a mí, contemplándome con sorna.
Uno de los aprendices abrió la boca mientras los demás me estudiaban con ojos igualmente abiertos. Entre todos formaron un coro de O silenciosas que tenían mucho que decir, pero pocas agallas para hacerlo.
Pasé a su lado dirigiéndoles una mirada reprobatoria. No era de las que abusaban de su poder de runner (me enorgullecía ser la mejor de mi sector, pero sabía que si lo era era porque trabajaba, y no porque me tocara los huevos alegando que mi gran talento me lo permitía), y sabía cómo sentaba que alguien que no tenía cargo alguno pero aun así ea superior a ti te dijera lo que tenías que hacer mientras lo hacías. Nadie estaba ciego; todo el mundo podía hablar de lo que veía con libertad y facilidad.
Una de las chicas, terriblemente parecida al chico de la boca abierta, le estampó un codazo al susodicho y negó con la cabeza, el ceño fruncido, en la boca una mueca de desaprobación.
-Seguid con eso, chicos. Lo estáis haciendo muy bien-dijo otra runner, pasando frente a mí y contemplando la labor en la que tenía sumidos a los muchachos. Sí, parecía que lo estaban haciendo bastante bien y que no la necesitaban para nada. ¿Por qué no se dedicaba a otra cosa? Casi estaban listos para que les iniciásemos en le arte de huir de la policía y bailar entre sus balas.
Incliné la cabeza a modo de saludo a la entrenadora (tenía mi edad, tal vez fuera un poco más mayor, y recordaba que en un par de ocasiones me había tocado colaborar con ella en las misiones, llevándole un maletín o esperando que ella me lo trajera a mí) y me alejé de allí, después de recibir una inclinación similar a modo de saludo idéntico. Frío e impersonal. No la conocía lo suficiente como para preocuparme por si le abrían la cabeza de un disparo con la intención de constatar si el cerebro de los runners era, o no, diferente del del resto de la población.
-¿Habéis visto cuando ha entrado?-inquirió una voz masculina a mi espalda, una voz que encajaba perfectamente con la cara con tendencia a desencajarse la mandíbula en expresiones de sorpresa-. ¿Cómo la iluminaba el sol? Parecía una diosa.
-Diosa o no, hoy hay competición, chicos. Tenéis que terminar con esto; se necesita todo para la subasta-replicó la entrenadora. Le habría dado una colleja de haber sido una de las que me habían preparado a mí y me habían encumbrado, pero no era su estilo, y yo lo comprendía. Seguramente le hubiera entrenado el mismo gilipollas que me había entrenado a mí, muy aficionado al castigo físico como recompensa por no llegar lo bastante alto ni ser lo bastante rápido.
Sí, Puck era un hijo de puta como entrenador como había habido pocos en toda la historia, pero resultaba ser bueno y eficaz.
Lo cual no excusaba las bofetadas porque sí que te daba en ocasiones, por el simple placer de que parecían constatar quién mandaba allí y quién no. Y eso que yo había sido las que menos habían sufrido a sus manos, furiosas por no ser de los mejores y verse relegado a la calidad de entrenador de aprendices cuando era joven y tenía el entrenamiento aún reciente.
Recordé mientras subía las escaleras la primera conversación que tuvimos de igual a igual. Yo estaba tensa, temblando como un flan al estar apartada de los demás con aquella bestia de mano suelta. Cuando te llevaban a un lado para hablar contigo, las hostias se rifaban en una tómbola de la cual poseías cada papeleta, sin excepción.
-Tu ascenso llegará pronto-dijo en tono críptico. Yo alcé una ceja, temiendo moverme demasiado y que lo interpretara como una ofensa o chulería por mi parte. Era mucho más baja que ahora, y mi pelo era mucho más corto, y mis ojos mucho menos crueles y mi cuerpo mucho menos fuerte. Confiaba en que el entrenamiento me convirtiera en la máquina de matar en la que finalmente me convertiría, y jamás se me pasó por la cabeza que la mejor preparación era la acción auténtica.
-Tienes potencial-musitó, estudiándome, y se encogió de hombros-. Seguramente sepas que los mejores runners tienen vigilantes para ellos solos, algo así como vigilantes personales, que son intransferibles, y sin los cuales no corren. Jamás. Es una ventaja, teniendo en cuenta que el vigilante y el runner necesitan mucha confianza, ya que se llegan a conocer de una manera lo suficientemente íntima como para hacer de una jungla infernal un parque celestial.
-Los vigilantes no son importantes, lo importante es el runner que corre por la pared. Él es quien escapa-respondí mecánicamente, pues nos preparaban para ser runners, para correr, no para contemplar la carrera de otros.
-Los vigilantes son tan importantes como los runners. Son sus ojos por la espalda, sus oídos en el silencio, su tacto en la inconsciencia. Son los que les mantiene vivos-respondió-. Tú serás la mejor runner que haya dado esta Sección, Cyntia. Y yo quiero ser el vigilante que cuide de tu espalda.
Recordé la mirada asustada que le dirigí. Recordé la satisfacción de su rostro cuando fui la primera de mi promoción de principiantes y subí a aquel escenario en el que todos corearon mi nuevo nombre al unísono, como si estuviera ensayado: “¡Kat, Kat, Kat, Kat!”.
Jamás entendería por qué estaba tan orgulloso de mí, si yo me había negado a ser de su jurisdicción, a pertenecerle por completo. Tal vez fuese sólo una prueba, pero Puck no era de los que ponían pruebas porque sí.
Puck era de los que no movían un dedo hasta no haber calculado que dicho movimiento no tendría consecuencias catastróficas.
No me había molestado en absoluto cuando le escuché al otro lado del audífono en mi primera misión. De hecho hasta me alegró tener una voz conocida, mientras la suya propia, alejada en el tiempo, resonaba en mi cabeza. “Los vigilantes son importantes, y la confianza entre el vigilante y el runner resulta crucial”. Me alegró saber que tenía alguien cuidando de mí a quien yo conocía, alguien por quien volver a casa, alguien con quien hablar en las paradas de los ascensores, alguien que supiera informarme de los detalles que me interesaban en lugar de repetir la idea general que yo tenía.
Alguien cuya cara podría recordar perfectamente si moría en la calle, bien estampada contra el frío cemento, bien con la espalda rota por tropezar con alguna barra y caer de espaldas en el borde de un contenedor metálico, o bien con un tiro en el cuerpo, que entrase por delante o por detrás.
Era mi más secreto consuelo, el de saber que, pasara lo que pasase, mi muerte tendría un rostro al que odiar tanto tiempo como mi vida posterrenal me permitiera.
En el fondo de mi corazón, consideraba a Puck el rostro del único dios auténtico, aquel dios con forma femenina y nombre femenino, a quien todo el mundo relegaba a un segundo plano para venerar a otros dioses que ni estaban, ni se les esperaban.
Todo el mundo necesitaba una cara para la muerte, la única cosa segura si estabas vivo.
Sacudí la cabeza, alejando aquellos pensamientos teológicos de mí, y me encaminé al comedor, en el que seguramente estuvieran recogiendo la cena del día anterior y colocando el desayuno. Podías cenar si te daba la gana a las 5 de la madrugada, siempre y cuando, eso sí, lo pidieras por favor y tuvieras una excusa. Si eras un vago que no se había levantado de la cama de una siesta que se había alargado hasta la noche, era tu problema, no el de las cocineras.
Me acerqué a la barra y me serví yo misma un filete mientras dos cocineras me miraban y cuchicheaban entre sí. Sus hombros estaban desnudos: nunca habían sido runners, y eran demasiado viejas para serlo. Eran civiles de los que cuidábamos, los que habíamos acogido en nuestra base y ayudado durante el corte de luz.
Y, con todo, la mayoría eran unos gilipollas pretenciosos que nos veían más como bestias roba niños para convertirlos en minas humanas que como sus salvadores y conversores de criaturas inofensivas en seres capaces de cuidar de sí mismos y de sus familias.
Tanta mirada me cabreó.
-Sabía que mi belleza era deslumbrante, pero jamás pensé que lo fuera lo suficiente como para volver lesbianas a dos mujeres hechas y derechas.
Enrojecieron de pura rabia, deseando seguramente clavarme tenedores en los ojos, los pechos y, ¿por qué no?, también en lo que me hacía una mujer.
De la que me alejaba de las cotorras con delirios de asesinato, pude distinguir entre la multitud casi inexistente una cabeza de pelo azul y morado. Me acerqué a ella. Raspberry alzó los ojos azules, contemplándome con exasperación.
-¿No podías dormir, gatita?-se burló, señalando mi rostro, que seguramente dos ojeras habían colonizado y declarado territorio propio y único.
-He estado trabajando. Adelantando lo atrasado. ¿Y tú?-inquirí, sentándome frente a ella y cerrando las manos en puños, deseosa de partirle la cara por ser tan irrespetuosa. En el fondo me caía bien, pero, claro, para llegar a esa parte primero había que cavar mucho.
-Llevo con insomnio desde que sé lo de la subasta. ¿No te da vértigo?
Negué con la cabeza, dando un par de sorbos de la pequeña botella de plástico que había cogido. Alcé los hombros.
-¿Es tu primera subasta?
-Si consigo una misión, será la primera en la que no hago un ridículo espantoso.
-¿Te suele tocar con la misma gente?
-En ocasiones.
-¿Quién está en tu grupo?
-Muchos machitos llenos de esteroides. Uno de ellos te resultará familiar-gruñó, metiéndose con fiereza varias patatas fritas en la boca, esperando que la invitara a hablar. Lo hice.
-Knight.
-En realidad, es Wolf. Pero te has acercado bastante, joder. Sí-musitó, y soltó una risita-. Jamás podré competir contra ellos.
-Yo no soy la más fuerte de mi sector, y dudo que sea la más rápida. Lo que pasa es que...
-Los hay con talento y los hay que nos teñimos el pelo para que nos distingan-ironizó, alzando una ceja.
-... sé cuál es mi punto fuerte, y lo aprovecho al máximo. Tú deberías hacer lo mismo.
Tragó sus patatas y me encañonó con un tenedor extremadamente peligroso.
-Deberías ser consejera de los demás. En serio. Toda la Base está histérica por la subasta, y tú te vas de paseos nocturnos cuando se supone que debes descansar, aprovechando que puede que no vuelvas a hacerlo en una gran temporada.
-Siempre he sido un culo inquieto; no veo por qué debería dejar de serlo ahora.
Sus cejas volvieron a alzarse, yendo en dirección contraria al resto de su cabeza. No abrió más la boca, a excepción de contestaciones monosilábicas que me dio mientras yo trataba de no sentirme tan sola.
-¿Sabes por qué son?
Sus ojos se iluminaron, mostrando una ilusión que se reduciría a añicos en cuanto comenzara la subasta, el momento más duro para muchos runners. Pocas cosas se comparaban a enfrentarte a gente con tus mismas habilidades, que trabajaba contigo y conocía tu modus operandi. La policía era una gilipollez comparada con tus compañeros.
-Casi todo son cosas contra los ángeles, ya sabes, lo de siempre... la gran novedad es el premio especial, ese con el que se irán a casa los machos de turno-se inclinó hacia mí. Me tenía en ascuas, odiaba admitirlo. Me incliné hacia ella-. Una escalada al Cristal-reveló, abriendo mucho los ojos.
El Cristal. El símbolo del poder del Gobierno. El ojo vigilante superior a todo lo demás, desde el que todo se veía. En el Cristal se albergaban los centros neurálgicos de la seguridad de toda la ciudad. Decían que allí había servidores del tamaño de tráilers que controlaban hasta la más recóndita cámara de seguridad.
Estaba bien custodiado; en su mejor época, hasta diez ángeles habían sido capaces de saltar desde aquel mastodonte, que se alzaba cual cuchillo tratando de despedazar el cielo. En los días de más calor, los saltos de aquellos seres majestuosos se veían a varios kilómetros de distancia, pues sus plumas reflejaban el brillo del sol, reflejado a su vez en las paredes del Cristal. Parecían meteoritos que tenían control sobre sus movimientos.
Entrar en el Cristal sería un privilegio que pocos tendrían, un sueño con el que todos soñábamos. En el fondo, todo runner que se preciara deseaba desesperadamente escalar lo inescalable, acceder a la azotea de las azoteas, el techo del mundo, y contemplar la ciudad desde una perspectiva de la que nadie cuya única opción de movimiento fuera la de caminar había disfrutado jamás.
Así que a eso se reducía todo: a ganar la subasta, y acceder al techo del mundo. Herir al Gobierno. Destrozar la casa de los ángeles. Escapar de las garras de las cámaras por un momento, pues la altura del Cristal era tal que nadie había pensado en la posibilidad de una llegada inesperada a la azotea. Seguramente fuese así, pero me moría de curiosidad por conocer un lugar no gobernado por runners en el que no estuvieras siendo vigilado y cada movimiento tuyo se registrara en un ordenador gigante.
-¿Para hacer qué?-murmuré sin aliento. Sus facciones se entristecieron, y me dio mucha pena. Las vistas desde allá arriba debían de ser gloriosas. Taylor había subido una vez, y hubiera hecho fotos de haber tenido tiempo. No lo logró, un helicóptero se acercaba y tuvo que salir huyendo. No podía defenderse él solo contra una máquina asesina. Sin embargo, a pesar de que nadie tenía fotografías y el acceso a las mentes era restringido sólo a los que cuidaban de nosotros en los simuladores, los pocos que habían estado en la cima y habían tocado el cielo con los dedos aseguraban que aquello merecía la pena... especialmente de noche, cuando la ciudad se engalanaba y ofrecía una belleza inimaginable e inigualable.
Taylor no podía describírmela: él había subido de día. Pero me había prometido que yo vería lo que había visto él.
Lo doloroso del asunto era que nadie podía prometerle eso a Blueberry. Ni siquiera yo. Para empezar, debía ganar la competición, cosa que se me antojaba harto difícil. Debía machacar uno por uno a todos los componentes de la élite de mi Sección en todas las pruebas, y yo no era la más fuerte ni la más rápida. Perdería algunas, ganaría otras... todo dependiendo de la importancia que se le dieran a algunas.
-Nadie lo sabe, pero, ¿qué más da? Es el Cristal. Subir allá arriba merece todo. Incluso la muerte.
Me quedé pensativa, viendo mil y una imágenes del edificio que controlaba la ciudad. Era el centro de referencia para todo ciudadano, libre o esclavo: “si te pierdes, mira hacia el Cristal”. Los niños nacían prácticamente sabiendo llegar al Cristal desde su casa, los ciegos tenían contados los pasos, las madres buscaban a sus hijos en aquel lugar, los hombres lo estudiaban cuando tenían un descanso en sus duros trabajos de construcción de una ciudad en la que el límite de altura lo marcaba aquel Dios encarnado en acero.
Incluso nosotros nos fijábamos en él para calcular las distancias. El Cristal era siempre la referencia, gracias a él sabías en qué dirección habrías de ir.
Era la Meca, y nosotros éramos creyentes. Una vez en la vida había que ascenderlo.
Fueras como fueras.
Otra cosa sería bajarlo. Ahí era donde se decidía si eras o no un buen runner y si merecías la pena.
-Espero que el que suba consiga las fotografías del Edén-murmuré, contemplando la comida restante de mi plato. Eran los supervivientes de una guerra sin cuartel, desequilibrada, en la que se había enfrentado un bando con cabezas nucleares a otro que luchaba con palos y piedras. No era justo. Nada en la vida lo era, en realidad.
-Tengo que ganar, Kat. Necesito subir. Necesito verlo con mis propios ojos.
-Y yo necesito unas vacaciones-me cachondeé, y nos echamos a reír. Ella negó con la cabeza; no me había fijado en lo bonita que era su sonrisa. Solía pasar: las cosas que más se ocultan suelen ser las más bonitas. De ahí que las vistas desde la cima del mundo tuvieran que ser espectaculares.
-No, Kat, esto es diferente. Daría todo por estar allá arriba cinco minutos-sus ojos se alzaron, escalaron lo que ella no había escalado nunca, como los ojos de todos los ciudadanos en cualquier momento de su vida. Soñaban. Tenían alas. Eran veloces. Volaban... como ángeles.
Me dolía el pecho.
-Daría mi vida... hasta mi libertad.
La contemplé pasmada. Blueberry ya no estaba allí. Se había convertido en la muchacha que había sido antes de entrar en nuestra sociedad y dejarlo todo atrás. Los sueños se mantenían, tuvieras el nombre que tuvieras.
-Algún día te llevaré ahí arriba. Y serás mi esclava. Para siempre. Lo prometo.
Sus ojos cayeron en picado, convertidos en los meteoritos que se controlaban a sí mismos, y se clavaron en mí.

-No me gustaría ser la esclava de una gilipollas... pero creo que podría hacer una excepción.

It's just a metaphor.

It's a metaphor, you see? You put the thing that does the killing between your teeth, but you don't give it the power to kill you. A metaphor.

viernes, 11 de abril de 2014

Hamburguesa.

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Eri, como siempre hacía, se durmió a mitad de la película. Y Louis, como siempre hacía, acababa de verla por ella, temiendo moverse y despertarla, pues cuando se acurrucaba contra su pecho y suspiraba llena de placer y amor, él se sentía realmente útil.
Consideraba que había nacido para abrazarla cuando se durmiera, más de lo que había pensado jamás en su talento, en haber nacido para cantar, ser famoso, cambiar vidas, enamorar a gente sin que él se involucrara... realmente todo aquello carecía de importancia cuando Eri se acercaba a él, sonreía con timidez y apoyaba la cabeza en su pecho. Él le acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormida, en parte acunada por el movimiento vertical que hacía al respirar, en parte por las caricias, en parte por el cansancio del día, que pasaba factura a final de mes, cuando más doloroso era todo y más cuesta arriba se hacían las cosas.
Louis y Eri se alegraban de tener suerte y no tener que preocuparse por el dinero, pero la verdad era que en el fondo de sus corazones, y de las noches en vela en la que uno no podía dormir y el otro luchaba por compartir el insomnio, habían hablado cientos, casi miles de veces, sobre aquello. Les encantaría luchar por las cosas que querían a medida que les iban apeteciendo, no sólo haber luchado como fieras en el pasado, dando más de lo que cualquier mortal había hecho hasta el momento, sino disfrutando de cada sensación como si fuese única e irrepetible.
Hubieran querido luchar para pagar la hipoteca.
Hubieran querido ahorrar para permitirse algún capricho.
Hubieran querido planear con antelación los viajes con tal de ahorrar aunque fueran unos céntimos.
Hubieran querido decirles a sus hijos que debían administrarse mejor sus pagas, porque ellos no les iban a dar dinero ya que “no eran millonarios” y el dinero no les sobraba.
Hubieran querido ser normales, sólo para sentir algo que llevaba olvidado casi décadas, escondido en lo más profundo de un cajón, enterrado bajo varias toneladas de tierra.
Y aquel momento de pequeña intimidad en la que se volvían como los demás, y las distinciones de trabajo, dinero, y clase desaparecían era uno de los preferidos por Louis Tomlinson, aquél que se había hecho un hueco a codazo limpio entre la sociedad inglesa, que había calado hondo en los corazones por méritos propios y compartía momentos inolvidables que la gente no se podía imaginar con cuatro personas con quien se sentía más conectado que a la propia tierra, su sostén.
Y luego estaba la compañía de ese momento, que lo hacía todo más especial. Hacía que todo mereciera la pena, que despertarse por la mañana fuera una pequeña aventura, preguntándose si Eri realmente estaría allí, a su lado, o si por el contrario ya habría bajado silenciosamente a preparar el desayuno de los niños. Tocaba ir a trabajar, y las cosas se repetían: misma demora en la puerta, mismas carantoñas, mismo sentimiento vestido de diferentes palabras, mismos besos, mismos “te echaré de menos” y “te llamaré al recreo” como contestación.
Mucha gente se reía de lo mucho que se necesitaban el uno al otro, pero a ellos poco les importaba que lo que sintieran llegase a rozar y bailar con la obsesión, con tanta pasión que amor y obsesión llegaban a confundirse y uno no sabía muy bien cuál de los dos dominaba; pero era como se sentían, lo que les hacía felices. Eran bien y mal, oscuridad y luz, día y noche, estrellas y luna, música y silencio; en cuanto uno faltaba, el otro desaparecía la perder su sentido.
Eran tan preciados aquellos momentos en los que sentía cómo a través de ella se conectaba al universo, que no renunciaba fácilmente a pequeños placeres como dejar que se durmiera sobre él arroparla cuando veía que se acurrucaba sobre sí misma, levantarse despacio para no despertarla, o...
… no despertarla después de una noche dura.
Cuando sonó el despertador, todo estaba en calma. Las persianas con dos rendijas por encima para que la luz pasara (tal y como le gustaba a ella), la televisión con la pequeña lucecita roja que indicaba que estaba a la espera, los móviles en las mesillas de noche, las lámparas descansando a la espera de cumplir sus funciones vitales...
Eri se revolvió en la almohada,con la cara pegada a ella como si de las mitades de una hoja unidas al nervio principal, que las separaba pero a la vez no permitía que se perdieran la una a la otra.
Abrió los ojos concentrando la poca fuerza que quedaba en su ser aquella mañana y miró a Louis, que se había incorporado y la contemplaba con una sonrisa en los labios. Ella sonrió automáticamente, sin saber muy bien qué hacía, simplemente sintiendo que debía recompensar como podía al universo por aquel regalo desmerecido que no recordaba haberle dado.
-Hola-susurró él, acariciándole la espalda. Sintió como el cuerpo de ella se erguía para seguir la trayectoria de su mano. Eri retorció las manos en el aire, bostezó, bufó y se giró para contemplarlo mejor.
-Hola.
Un pequeño silencio en el que Louis la miraba desperezarse a su manera. Sabía qué iba a hacer, lo había sabido desde que se despertó diez minutos antes de que sonara el despertador, pero no había sabido cómo proceder. Simplemente estaba esperando una inspiración que tardaba en llegar.
-Ahora me levanto.
-No, hoy me encargo yo de los críos.
Eri pegó la cara a la almohada y bramó algo incomprensible. Volvió a girarse para contemplarlo, desmelenándose aún más.
-No, hoy es un día en el que puedes descansar...-empezó a protestar, haciendo amago de levantarse y enredándose aún más con las sábanas. Parecía una oruga luchando por fabricar el capullo que la convertiría en una hermosa mariposa.
-Aplícate el cuento, nena-dijo él, bajando su mano más allá de la espalda y besándola en la nuca. Eri trató de agarrarlo, pero no lo logró, y su mano, cuyo único punto de apoyo se encontraba en el codo, se vio vencida por la gravedad y cayó sobre el colchón con un ruido sordo.
-Es injusto-susurró, aunque no se lo parecía. Él se rió entre dientes y se puso una camiseta decente.
Bajó rápidamente a preparar el desayuno de todos los de la casa, molesto porque sabía de antemano que le llevaría mucho más tiempo que a su mujer, a pesar de que ella ese día no estaría para muchos trotes.
Cuando hubo preparado todo, sólo diez minutos antes de que sus hijos salieran corriendo en dirección al colegio, se armó de valor para ir a despertar a los más pequeños de la casa.
En su carrera infernal se encontró con Eleanor, que bajaba con el pelo alborotado y los pantalones cortos con los que dormía. Al calor que manaba de su cuerpo le importaba bien poco la temperatura exterior, la época del año, el momento del día, y el lugar en el que vivían. Simplemente no podía dormir con pantalones que le llegaran a la rodilla, al menos no desde que se convirtió en una de las muchachas más populares de su instituto.
Ella le dirigió una mirada confusa, no acostumbrada que su padre estuviera allí, en pijama, en lugar de estar metido en la ducha con varios litros de café corriéndole por el cuerpo. Movió la mano con la que sostenía su móvil y frunció el ceño, mirando al vacío.
-¿Papá? ¿Qué haces así?
-No tengo clase hasta tercera hora.
Ella alzó las cejas, sorprendida, haciendo que su padre se sorprendiera también por el increíble parecido físico que tenía con su madre cada vez que hacía eso (sus ojos eran idénticos, parecía que le habían arrancado la franja entre las mejillas y las cejas a Eri y la habían colocado directamente en el rostro de la hija de ambos).
-¿Y mamá?
-Tu madre está durmiendo.
Ella se limitó a asentir con la cabeza, se metió en la cocina y suspiró al ver qué le deparaba el día. Su desayuno era el de siempre, y ella lo afrontaba con la actitud de siempre. Atrapada en una sociedad a la que le importaba más su peso y su talla de pantalones que el de su corazón, no podía por más que tener respeto venerable por la comida, respeto rayano casi en el temor.
Tommy se estaba arrastrando fuera de la cama cuando Louis alcanzó el piso de arriba. Dio varios golpes en la puerta, la abrió, y le gritó varios improperios a su hijo, que hacía lo posible por levantar su cuerpo, casi gelatinoso, de la alfombra que lo atraía con un celo excesivo para un objeto inanimado. Tommy abrió los ojos y la boca, confuso, sin poder enfocar bien la mirada.
-Aún es temprano.
-Vístete o te juro por dios que te mando a clase en calzoncillos-ladró Louis, largándose de la puerta y corriendo a la habitación de los más pequeños.
Astrid todavía disfrutaba de un apacible sueño, dueña única y absoluta de este,con excepción de su propia madre, que dormía tapada hasta las cejas, temiendo tener frío cuando no lo hacía en absoluto. Daniel, sin embargo, se había despertado con la alarma casi silenciosa de su hermana mayor, y esperaba con impaciencia que alguien viniera a darle un beso de buenos días y le ayudara a salir de la cama; no porque no pudiera, sino porque le parecía un acto de amor paterno al que no había que renunciar bajo ningún concepto.
Tamborileó con los dedos en la manta al ver cómo el pomo de la puerta se giraba, mostrando impaciencia. Sonrió extrañado al ver a su padre cruzar la puerta, pero no le dio demasiada importancia. De hecho, le gustó la variación. Los cambios en la rutina le parecían interesantes.
-Hola, campeón-le sonrió Louis, besándole la frente. Daniel sonrió, se frotó los ojos y contempló a su padre-. ¿Has dormido bien?
Daniel asintió, todavía sin voz, y se destapó como pudo. Louis le revolvió el pelo y luego pasó a ver a su hija más pequeña, el ojito derecho de todos precisamente por eso de ser la más joven, la más inocente, y la de alma más pura, todavía incorrupta.
Astrid abrió lentamente los ojos en cuanto Louis tocó la cama, y se apoyó a ambos lados de la pequeña. Le besó la punta de la nariz y luego la frente. Astrid se estiró involuntariamente, frunció el ceño sin reconocer primero a su progenitor, y luego esbozó una amplia sonrisa.
-Papi.
-Hola, mi vida. ¿Cómo estás?
-Bien-baló. Louis le quitó la manta, la cogió en brazos y la sentó en la cama. Como aún no llegaba al suelo, se encargó de ponerle las zapatillas, mimando a la niña en exceso, pues le recordaba a sus propias hermanas (sobre todo a las gemelas, por las que profesaba un especial cariño al ser tan jóvenes cuando el saltó a la fama que nunca habían comprendido realmente la importancia de la figura de su hermano), y la tomó de la mano. Con la mano libre cogió a Dan, que no protestó, y los condujo a la cocina. Les hizo desayunar rápidamente, luego les apuró para que se vistieran, y los llevó al colegio.
Cuando volvió, estaba haciéndose tarde. Las horas se arrastraban lentamente por el mundo, tirando de las agujas de los relojes. Decidió subir a ver cómo estaba Eri; con un poco de suerte, podría tener la recompensa que ella le había prometido por la mañana.
Le apetecía muchísimo echar un buen polvo.
Y estaba de humor para ello.
Aunque, claro, lo mejor para mejorar el mal humor era un buen polvo. Un buen polvo era la solución a cualquier problema.
No pudo evitar, por tanto, desilusionarse cuando vio que su mujer seguía durmiendo como un tronco, respirando profundamente. Dormía boca abajo, como solía hacerlo cuando estaba muy cansada, a pesar de que eso solía provocarle dolor de espalda. Louis se sentó en la cama y le acarició la cabeza, tan suavemente que ella ni siquiera lo notó. No se movió, siguió alzando y bajando la espalda con movimientos acompasados, rítmicos como pocos había en el mundo, y...
… Louis no pudo evitarlo, necesitó romper el silencio, porque creía que si en ese momento no compartía lo que sentía, la magia de aquel instante, que lo hacía brillar por encima de los demás, se esfumaría, rompiéndose en una cadena tan frágil que destrozaría toda la mañana, que había empezado mejor de lo que solían hacerlo las mañanas de entre semana.
-Me has hechizado bien, nena-dijo, sobresaltándose a sí mismo con el sonido de su voz partiendo el silencio cual cuchillo, perfectamente afilado- No sé lo que me has hecho, pero... espero que no dejes de hacerlo jamás.
Pensaba en todo lo que habían vivido juntos, en sus hijos, en las noches de revolcones, en los malos momentos, en los buenos... en todo lo que hacía que la vida mereciera la pena.
Le apetecía tanto vivir la vida que estaba viviendo con ella que era capaz de echar de menos cosas que no habían sucedido nunca, cosas que no necesitaba, cosas que podrían existir si las pidiera... si las necesitara. Eri se las daría, pero sentía que ella le había dado tanto a cambio de algo que era evidente (esto es, quererla), que se creía un estafador.
Después de sincerarse y de escuchar cómo las palabras flotaban en el silencio, mezclándose con él hasta mimetizarse por completo, tuvo que esperar un ratito más para que sus ojos se dieran por satisfechos. Eri con el pelo alborotado, tendida en la cama, toda retorcida y con la boca entreabierta no estaba en su mejor momento, y mataría a quien osara hacerle una fotografía... sin embargo, para Louis, aquella visión era más preciosa que el oro. Hacía las cosas más reales, y hacía que las luchas merecieran la pena.
Una vez se dio por satisfecho, después de que el reloj implosionara cada segundo, tratando de recordarle que había que volver a la Tierra, se alejó de la cama en el más absoluto de los silencios, llevándose la ropa consigo. Bajó a la cocina, se tomó una taza de café con un par de galletas (aunque rara vez tomaba dulce por la mañana, había acabado acostumbrándose y extrañando la sequedad en la boca producida por el azúcar de lo que ingería) y se cambió de ropa allí mismo. No había querido hacerlo en la habitación por temor a despertar a su mujer.
Pero cuando fue al salón y encendió la tele, armado esta vez con un bol de cereales bañados en leche, no se percató de los ligeros pasos que iban escaleras abajo.
Eri le pasó los brazos por el pecho y le besó los hombros; fue subiendo por el cuello hasta la oreja, y luego avanzó hasta las mejillas de Louis, para acabar finalmente en sus labios, colmados con una sonrisa.
-Buenos días, princesa.
-He soñado toda la noche contigo-dijo ella. Él iba a contestarle, pero luego, con valentía, ella cambió a su propio idioma, confiando en que él consiguiera seguirla-. Íbamos al cine y tú llevabas ese vestido rosa que me gusta tanto. Sólo pienso en ti, princesa, pienso siempre en ti, y ahora... ¡Momento gángster!-bramó, con una energía irreconocible en ella. Dio un brinco hacia atrás y empezó a hacer movimientos de rapero profesional, estirando el brazo, poniendo gesto enfadado y meneando todo el cuerpo al ritmo de una música que sólo él podía oír.
-¡Estás mal de la cabeza!-gritó Louis, tapándose las carcajadas con la mano, enfadando a Eri.
Ella se encogió de hombros, pasó las piernas por encima del sofá y cayó en el regazo de su marido, que todavía no podía contener la risa. Le apartó la mano, diciendo en español que quería ver cómo se reía y le observó totalmente embobada.
-Estas cosas no le pasan a gente de Avilés.
-¿Dejarás de decir eso de Niall?
-Algún día.
-¿Cuándo será ese día?
La sonrisa de Louis no se había ido aún. Eri frunció el ceño y se golpeó rítmicamente la barbilla con la punta del dedo índice, pensativa, con la mirada ausente, leyendo en el aire letras invisibles.
-Anteayer.
-No vale-obtuvo como respuesta y, cuando iba a protestar, se vio sorprendida por los besos devueltos. Se tumbó en el sofá y dejó que él la besara, disfrutando de aquel oasis de intimidad.
-Louis.
-Mm.
-No me malinterpretes. Quiero mucho a los niños, pero...
Louis levantó la mirada, los labios pegados al vientre de Eri.
-... pero echas de menos follar en el sofá-espetó en un segundo, sin pudor alguno. Ella se echó a reír, y lo hizo con más ferocidad cuando él le mordisqueó el vientre, haciéndole cosquillas.
-Exactamente-susurró ella.
Louis formó un pequeño individuo con sus dedos, tan minúsculo que sólo poseía piernas, y este pequeño invitado comenzó a pasearse por el cuerpo de su chica, disfrutando del paisaje.
-Podríamos...-se ofreció.
-¿Te sacrificas?
-¿Qué remedio me queda?
Eri volvió a reírse; pero esta vez sus carcajadas se cortaron enseguida. Louis la dejó tranquila.
-¿Qué me dices, nena?
-Llegarías tarde.
Él se llevó una mano al pecho.
-¡Es la segunda vez que me rechazas en menos de 24 horas! ¡Todo esto le duele a mi orgullo masculino!
-Dentro de poco tendrías que irte, y sabes cómo me pongo de posesiva cuando...
-... follamos.
-Nadie dijo nada de terminar las frases del otro en la iglesia-replicó Eri.
-Nadie dijo nada de que te terminarías volviendo tímida.
-No me he vuelto tímida.
-Sí.
-No. Sería hipócrita si lo fuera.
-¡Oh! ¡Doña “oye yo no creo en Dios pero acepto casarme por la iglesia porque es todo mucho más bonito, así que viva Jesús nuestro señor, amén” no es hipócrita!
Eri le golpeó el brazo con la palma de la mano.
-Eso era diferente.
-¿Vamos a echar un polvo o no?-inquirió Louis, apoyando su cabeza en el hombro de Eri y haciendo pucheros.
Ella entrecerró los ojos.
-Llegarías tarde-repitió.
-Te sorprendería lo rápido que puedo llegar a ser-la retó él, acercándose a ella, con la competitividad manando de sus poros. Eri le puso una mano en el pecho, guardando las distancias. No sólo la estaba retando y estaba compitiendo con ella; también la estaba seduciendo, consciente o inconscientemente. Puede que ni siquiera supiera de aquel poder de convicción que Louis tenía sobre la española, pero ésta lo dudaba; sospechaba, más bien, que el inglés sabía perfectamente el efecto causado en la extranjera, y se aprovechaba de ello con la misma naturalidad con que respiraba.
-No-murmuró ella, zalamera.
Louis frunció el ceño.
-¿No qué? ¿Ya lo hemos hecho rápido más veces?
-Que no vamos a follar a estas horas de la mañana, Louis.
-Con casi las 9 y media-espetó él-, y normalmente te levantas a las 7. Como muy tarde.
Ella se frotó los ojos.
-Tengo un retraso.
-Eso ya lo sabía.
-Gilipollas, no. Un retraso de los otros.
Louis sintió como el color huía de su rostro.
-No me jodas, Eri. ¿Va en serio?
-No-espetó ella, y se echó a reír como una condenada. Se dobló sobre sí misma, vomitando las risas, se retorció en el sofá mientras Louis simplemente la miraba.
-Te daría una hostia si no fueras mujer.
-Te la suda que sea una mujer.
-Vale; te daría una hostia si no fueras mi mujer... y estuvieras desatendiendo tus labores conyugales.
-Te lo compensaré.
-¿Cómo?
-Se me ocurrirá algo. Otra cosa no, pero... imaginación... no me falta.
Sólo una de las comisuras de la boca de Louis se alzó en una sonrisa media. Asintió con la cabeza y se alejó de ella, que suspiró, entristecida.
-¿Cómo te lo voy a compensar?
-Quiero un trío.
-Sin tríos.
-Pues permiso para ponerte los cuernos.
-No me vas a poner los cuernos con cualquier putilla con la que te encuentres.
-Ya la tengo elegida.
Eri agarró un cojín y se lo estampó en la cara a Louis. Él dio un respingo.
-¡Estoy de broma, joder! ¡De BROMA!
-¿Qué quieres, Louis?-gruñó ella, cortante.
-Quiero sexo, porque en esta casa me tienen muy desatendido. Si no me lo dan aquí, me lo darán afuera.
-¿Estás seguro de que prefieres una hamburguesa de restaurante de comida rápida sobre un delicioso bistec que te está esperando en casa?
-¿Quién cojones no prefiere una hamburguesa sobre cualquier cosa?
-Tú hoy tienes ganas de camorra, ¿eh?-bufó ella, incorporándose, negando con la cabeza y haciéndose una cola de caballo. Su camiseta se subió, exhibiendo al mundo y a todo aquel dispuesto a contemplar sus caderas la pequeña inicial del dueño de aquel cuerpo bien cuidado.
-No. Tengo ganas de...
-¡No! ¡Lo! ¡Digas!
Louis se levantó, sonriéndose a sí mismo, se acercó a ella, la agarró por las caderas y tiró de su pijama.
-Sexo.
-Me cago en Dios-replicó la mujer.
Louis sonrió y tiró de ella. Le pasó una mano por el pelo, deshaciéndole el apresurado moño que Eri se había esmerado en hacerse mientras bajaba las escaleras, y del que poco quedaba ya. Su mujer le pasó las manos por detrás de la cabeza, posándolas en el cuello y acariciándole la nuca, tan despacio como sabía, como solía hacer siempre que quería, simplemente, volverlo loco. Louis la empujó suavemente sobre el sofá sin apartar la boca de la suya; sentía sus pechos contra su torso, y sentía como todo su ser se concentraba en ese pequeño punto de contacto.
Las caderas de ella se pegaron sensualmente a las de él. Se alzaron varias cejas; hubo preguntas en silencio, como siempre había a pesar de la confianza. Había que asegurarse, y él se aseguraba, siempre lo hacía. No recordaba ni una sola vez en que no hubiera hecho aquello sin que ella hubiera querido. Ella, sí; pero guardaba un recuerdo tan placentero como peligroso; no podía esperar a que aquello se repitiera, pero tampoco podía pedírselo a él, porque perdería la magia y la importancia.
Por primera vez, Louis se percató de la longitud de piel al descubierto que iba luciendo Erika. Se mordió el labio inferior en una sonrisa que luchó por no nacer, pero fracasó en el intento.
-Tu piel...-murmuró, adorando aquella palabra tan pequeña, que sin embargo abarcaba tanto. Ella enredó el dedo índice y lo desenredó a conciencia, invitándole a acercarse, a alejarse del paraíso y pecar, y, sobre todo, a disfrutar del proceso.
-Tengo frío-dijo en su oído, soplando y mordiéndole el lóbulo de la oreja.
Louis no pudo soportarlo más. La desnudó y la poseyó sin tan siquiera darle tiempo a dejarla terminar de desvestirle. Se revolvieron en el sofá, gimieron, arañaron, besaron, mordieron; hicieron todo lo que hacía falta y mucho más, rememorando los buenos tiempos, los tiempos viejos, los que nunca volvían por mucho que los echaras de menos, porque la vida seguía caminando como un tren inexorable que se aleja de la estación, y esta cada vez es más pequeña, y cada vez es más difícil distinguir a los que estaban en ella, despidiéndose con la mano, deseándote buena suerte...
Ahora tú eras el maquinista y era cosa tuya ocuparte de tus asuntos. Tenías hijos, y había que cuidarlos. Echarías de menos cosas, ¿quién no lo hacía? Pero seguías siendo tú, seguías evolucionando, nunca madurando.
Él la obligó a decir su nombre, ella se lo regaló al aire encantada, feliz de poder compartir ese pequeño oasis de seducción. Cerró los ojos y se dejó llevar, notando cómo él lo hacía también.
Se quedaron en el sofá, él sobre ella, con los ojos cerrados; ella sirviéndole de almohada y jugando con su pelo. Louis terminó abriendo los ojos y clavó en Eri aquellos mares, en ocasiones helados, en ocasiones con glaciares ardientes, que no dejaban de fascinarla ni un sólo segundo.
Y pensar que ella era la única dueña de todo aquello, que sólo le pertenecía a ella, que ella era la afortunada de llamar a aquellos ojos hogar...
Louis le cogió la palma de la mano y se la besó.
-¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, mirando al techo. Louis apenas veía más que su mandíbula. En ocasiones, la nariz hacía una incursión suicida por el horizonte, debido al vaivén de su pecho, que le recordaba al de las olas cuando había tempestad mientras alzaban y bajaban el barco, regalando varias visiones distintas de un mismo horizonte.
-Es curioso-comentó ella, y él escuchó la sonrisa, más que la vio-, cómo te he dicho que tengo frío y tú has terminado de desnudarme.
-Pero apuesto a que te lo he quitado.
Eri asintió con la cabeza.
-Ya lo creo, Tommo. Como sólo tú sabes-respondió, incorporándose y besándolo. Le abrazó, temblando por el contacto del aire frío inglés con su piel española, no acostumbrada a temperaturas demasiado altas, pero que, por nacimiento, no gustaba del frío. Louis le acarició la espalda superficialmente pero bastante rápido, dándole parte del calor, como si el que manaba de él no fuera suficiente.
-Estufa 24 horas-dijo, y ella se echó a reír. Le pasó las piernas por la cintura y decidió que no quería moverse de allí ni en un millón de años.
-No quiero que te vayas a trabajar.
-¿Te crees que yo quiero moverme de este sofá después de esto?-replicó él, riendo. Eri buscó el hueco entre su cuello y su hombro, le besó allí y apoyó la cabeza. Alzó los ojos para mirarlo.
-Lo echabas de menos, ¿verdad?
Él se tumbó sobre su espalda y alcanzó la chaqueta. La cubrió como pudo.
-Tal vez.
-Lo he notado-dijo Eri. Ante la mirada inquisitiva de Louis, se limitó a encogerse de hombros, haciendo que la chaqueta se deslizara seductoramente por su brazo-. Soy mujer. Y soy la tuya. Y sigo siendo yo-murmuró a modo de explicación. Louis asintió con la cabeza, distraído. Eran tantas las veces en que se habían mirado y se habían imaginado conversaciones que no distaban demasiado de las que habrían tenido en ese momento, que había llegado a creer a pies juntillas en la telepatía.
Por eso se sorprendía cuando conseguía sorprenderla o engañarla. Las cosas tienen mérito cuando convences a un desconocido de que eres algo totalmente opuesto a lo que eres en realidad, pero cuando se trata de la persona que más te conoce, incluso mejor que tú mismo, las cosas cambian y toman un cariz casi trascendental.
-Echaba de menos hacerlo en el sofá-admitió, medio a regañadientes, medio contento porque le obligaran a hacer esta confesión.
-Yo también. Pero, ¿sabes dónde más?
-¿Dónde?
-En la mesa de billar.
Louis la miró con ojos como platos. Ella se echó a reír, se dejó caer sobre el sofá, y se tapó como pudo.

Los dos echarían de menos esa mañana cuando la rutina volviera a tirarles un jarro de agua fría por encima.