martes, 30 de agosto de 2016

Copos de nieve.

Decir que aquellas Navidades fueron las mejores de la historia sería quedarse corto.
               Porque volvimos a ser una familia, como cuando yo era pequeño.
               La abuela Maura accedió a ir a Dublín, abandonando sus plantas. Me dijo que tendría que recompensarla dándole muchos bisnietos.
               -Con esa chica con la que tanto estás-me dijo, nada más entrar en casa-. Es muy guapa.
               -¿Kiara?-pregunté, y asintió, tirándole el abrigo a papá, diciéndole que tuviera modales. Ella no lo había criado para eso-. Es como una hermana para mí.
               -Pues menos hermanarse y más procrear, vena.
               -Mamá, ni siquiera tiene 16 años-recriminó papá. La abuela se giró a mirarlo. Tenía una expresión asesina en la mirada.
               -Tiene tus genes. Debería gustarle-sí que me gustaba-. Confío en que sea listo como su madre, porque si tenemos que fiarnos de ti…
               -Gracias por ese apoyo, mamá-bufó papá por lo bajo, llevándose su abrigo. La abuela se puso de puntillas, mirándolo.
               -¿Qué has dicho?
               -Que voy a hacer pollo-soltó papá, cerrando una puerta tras de sí. La abuela empezó a despotricar sobre lo poco glamuroso que era preparar pollo en Nochebuena o Navidad. “Y más viniendo la madre de tu hijo y tus casi suegros a cenar, se te tendría que caer la cara de vergüenza, Niall”.
               Mamá y los abuelos llegaron media hora antes. Fui a recibirlos. Repartí besos. Abracé a mamá con muchísimo amor. Me gustaba eso de no tener que turnarme para ver a mi familia en Nochebuena.
               -Me alegro de que estés aquí, mamá-sonreí, y ella me acarició el pelo. Me besó. Me limpió un poco de suciedad de la mejilla.
               -Yo también me alegro de estar, mi amor.
               Se había puesto maquillaje. Fue al encuentro de papá, que estaba hablando con su casi familia política, animado, mientras se asaba una merluza. Mis padres se abrazaron, papá echó un vistazo a mamá.
               A sus ojos ligeramente maquillados.
               A los pendientes de platino que él le había regalado hacía tiempo.
               Al colgante que le compramos entre los dos en su primer Día de la Madre.
               A la blusa blanca, con un escote en el que se entrevía un sujetador negro.
               A la falda negra, de cuero y de tubo, que le realzaba la figura.
               Y los zapatos de tacón.
               -Estás muy guapa, Vee-sonrió papá. Le acarició la cintura. Mamá se dejó hacer. Incluso se pegó un poco a él.
               Mis abuelos sonrieron.
               -Ha sido idea nuestra-empezó mi abuelo.
               -Ni se te ocurra, papá-advirtió mamá.
               -Iba a traer un jersey y vaqueros, pero su madre le dijo “Victoria, es Nochebuena, vamos a casa de tu casi marido, haz el favor de adecentarte un poco”.
               Cuando la abuela llamaba a mamá “Victoria” y no “Vee”, temblaba el suelo. Se cubría el cielo. Los volcanes se calentaban. “Victoria” era sinónimo de bronca en casa de mi madre.
               Nadie la llamaba por su nombre completo. Dudaba que los compañeros de banda de papá supieran cuál era.
               -Pues estás muy decente, Victoria-se burló papá, mirándola. Mamá puso los ojos en blanco, hizo ademán de separarse de él, pero no se lo permitió.
               -Me alegro que me consideres presentable para la abuela de mi hijo, Niall James-replicó mamá, sonriendo. Los dos se miraron como si fueran los únicos solos en la habitación.

viernes, 26 de agosto de 2016

Cabrones con suerte.

Paseé el pulgar por la línea que dibujaban sus curvas debajo de la sábana. Sonrió y se inclinó hacia mí.
               -Estamos empatados-dijo por fin, y yo alcé las cejas y la miré.
               -¿Perdona?
               -Te ha gustado. Como a mí.
               -Lo disfrutas más tú-repliqué, echándome a reír, dejando que me pasara una mano por el pecho. Tenía una pierna sobre mi cintura. Se frotó un poco contra mí, y suspiró. Le gustaba esa fricción que hacían nuestros cuerpos; a mí me volvía directamente loco.
               -“Oh, Eleanor, sigue, no pares, sí, sí, ahí”-replicó, haciéndome burla y mordisqueándome a continuación la mandíbula. Aquello no era justo.
               -Eres más cabrona que tu hermano.
               -Me adoras.
               -Sí, pero sigues siendo más cabrona que  tu hermano.
               Pedimos una pizza, mitad hawaiiana, mitad noruega, con salmón por debajo del queso, donde iría normalmente el tomate. Nos comimos nuestras respectivas mitades viendo una peli, nos enrollamos, seguimos viendo la peli, volvimos a enrollarnos, nos fuimos a la cama, nos enrollamos un poco más, y decidimos que era hora de dormir.
               La verdad era que se vivía bastante bien con ella cuando tenía la regla. Seguía dejándome disfrutar de tenerla cerca, acariciarla y toquetearla cuando yo quisiera.
               Bueno, no era exactamente hora de dormir: era hora de amargarme a mí la vida a base de acariciarme y no dejarme devolverle los favores, de quedarse con sus dedos paseando por mi anatomía (nunca más allá de mis caderas, eso no se lo iba a consentir, había sido un día lo suficientemente intenso) y de reírse cuando mis dedos buscaban los suyos y la detenía antes de que iniciara una de sus incursiones.
               Se incorporó un poco y me miró. Estaba preciosa tanto desnuda como con la camiseta blanca por la que le asomaba un hombro que se puso para recibir al repartidor. Le brillaban los ojos, tenía el pelo revuelto, y los labios un poco hinchados de tanto se los había mordisqueado yo. Le brillaban con un acentuado pintalabios de cereza.
               -Scott.
               -Eleanor.
               Esbozó una sonrisa traviesa que la habría metido en problemas en cualquier otra situación.
               -¿Sueles hacértelo?
               -¿Chupármela? No, la verdad es que no llego-dije, encogiéndome de hombros-. No soy tan buen partido como te hice creer en un principio, nena-le acaricié el culo mientras se reía.
               -No, quiero decir… lo otro.
               -A ti no hay quien te pare, ¿eh, El?
               -¿Te lo haces? ¿O no?
               -A veces. Depende de cómo tenga la semana.
               -¿En qué piensas?
               -Depende.
               -¿Cómo te lo haces?
               Joder, ¿y este interrogatorio?
               -Depende-sonreí.
               -Scott-repitió con ese tono que me volvía loco, ¿por qué había tardado tanto en escuchar cómo decía mi nombre?-. Contesta algo.
               -Pienso en polvos que he echado anteriormente. En escenas de sexo de películas. En mamadas que me han hecho particularmente buenas-sonreí con maldad-. La tuya no va a pasar a la historia.
               -Tendré que practicar un poco más-replicó, metiéndose debajo de las sábanas, y yo la agarré, porque estaba agotado y no podría soportar que jugara conmigo de aquella manera una segunda vez.
               -Quieta ahí.
               Volvió a emerger como un delfín celebrando su entrada estelar en el acuario. Hizo de la sábana una cueva, y se rodeó la cabeza con ella, como si fuera una monja.
               -¿En Ashley?
               -Cuando la echaba de menos.
               -¿Ya no?
               -¿Quieres saber en qué pensé la última vez?-inquirí, y ella asintió, le toqué la barbilla-. En ti. Haciéndotelo despacio. Acariciándote como lo he hecho yo. Bajando por tu cuerpo como lo hago yo-los dos sonreímos-. Guiándote tú sola, como te he guiado yo. Me lo haré así cuando nos separemos.

martes, 23 de agosto de 2016

Wolverhampton

Mamá me llama para que vaya a decorar el postre. Ha hecho tarta, recubierta con crema pastelera que le da un toque navideño a ese bizcocho que no llega del todo a decidirse por ser bizcocho. Puedo elegir de qué quiero que sea la mermelada que le echa por encima.
               De arándano, claro.
               Ya la tiene preparada. Es casera. Cojo un cuchillo de untar y empiezo a pasarlo, lleno de mermelada, por encima de las capas nevadas, que se parecen a las nubes de un día cubierto; tiene montículos y depresiones, pequeños agujeritos que no tardo en rellenar. Tommy se asoma a la puerta de la cocina. Lo he dejado solo, pobrecito.
               Mi flequillo me hace cosquillas en las cejas cuando las levanto después de que pregunte:
               -¿Puedo ducharme?
               Me lo he imaginado en la ducha. Me pongo colorada y sigo a lo mío. Noto la mirada de mamá clavada en mí. Sonríe con malicia. Le gusta estar cerca de mí cuando yo estoy cerca de alguien que me importa, de un chico que me atrae. Me vuelvo todavía más tímida.
               -No, Tommy, no puedes-espeta papá, envarándose, y Tommy sonríe, mordiéndose el labio como ya me he dado cuenta de que tiene por costumbre-. Basta ya de hacer gasto.
               -Liam-advierte mamá, sentándose al lado de su marido.
               -¿Qué?-inquiere papá, mirándola, alzando una mano, la que está libre de tatuajes en su dorso-. Hay confianza. Es el hijo de Louis-se excusa.
               -Exacto, es el hijo, no Louis.
               -Da igual, Alba-contesta Tommy, y todos lo miran, menos yo, que intento sacudirme la imagen del agua bajándole por el cuello que mi cerebro ha decidido crear a golpe de intentar igualar la capa de crema de arándano-. Sabe que podemos pasar por Japón de camino a Australia para resolver cerca de Guatemala nuestras diferencias.
               Se me escapa una suave carcajada, y noto los ojos de Tommy volando hacia mí.
               -Este crío es Louis, Alba, a mí no me jodas.
               -¿Por qué no haces algo útil, y vas a buscarle una toalla?
               Papá obedece y lo guía escaleras arriba, preguntándole por un supuesto borrador que Louis debe de haberle enviado por correo.
               -¿Tu padre te ha enseñado algo?-inquiere.
               -Algo, sí-admite Tommy, siguiéndolo con pasos pesados.
               -¿Y qué opinas?-para papá, mi opinión sobre la música que hace es muy importante. No estoy segura de si los demás tienen en la misma estima la valoración de sus hijos. Sé que Chad a veces toca en los discos de Niall. Pero dudo que Zayn le enseñe nada de lo que escribe a Scott. Seguro que Diana ni siquiera se molesta en preguntarle a su padre adónde va cuando éste se escapa al estudio.
               Y Louis, bueno… Louis y Tommy se llevan bien en ocasiones, y en otras, no tanto. Lo que hace con su hijo en cuanto al trabajo es un misterio para mí.
               -Bleh-dice Tommy, sobre nuestras cabezas-. Puede hacerlo mejor.
               -Lo has dicho tú, no yo.
               Robert nota la mirada cargada de intención de mi madre. Quiere enterarse de lo que vamos a hablar.
               -Ve a sacar los adornos del árbol, venga. Mañana los pones con tu hermana-le insta mamá, y él suspira, bufa, pone los ojos en blanco, y finalmente se marcha. Está en la edad de cuestionar toda orden que se le dé, incluso las que se muere por cumplir.
               Nos encanta decorar el árbol de navidad juntos. Cuando me fui a Londres, me prometió que me esperaría. Ahora, lo adornamos con el tiempo justo para la llegada de Santa Claus. Cuando éramos más pequeños, lo poníamos con religiosidad todos los unos de diciembre.
               Saca un zumo de naranja de la nevera, lo vierte en un vaso y se lo lleva a los labios. Instala en mí su mirada castaña, y no la levanta. Finjo estar muy concentrada en lo mío, no darme cuenta de lo que hace… pero no me sale bien la jugada. La miro un par de veces por el rabillo del ojo. Me doy la vuelta para que no me vea sonreír de puro nerviosismo.
               -Así que…-empieza, y yo me pongo coloradísima, anticipando lo que viene-. Tú y Tommy-dice por fin.
               -¿Qué pasa con él?-pregunto, yendo a la nevera, sacando el paquete de fresas y poniéndolas por encima de la capa de arándanos.
               -¿Estáis juntos?-espeta, y yo me vuelvo y la miro y siento cómo el archipiélago de Hawaii se congela al otro lado del mundo, porque sus volcanes deciden mudarse a mis mofletes.
               -¿Qué?-pregunto, casi sin aliento. Se me acelera el corazón tanto que dudo que pueda escuchar lo que sea que tenga que decirme. Mamá sólo sonríe, enternecida porque pueda ser tan poquita cosa en ocasiones.

sábado, 20 de agosto de 2016

Todo el cosmos.

¡Gracias a drowningpoetry por dejarme coger su texto y hacer que aparezca en el capítulo! No me conoce ni yo a ella, no entiende este mensaje ni nada, pero es un sol.



No quiero que esta noche acabe nunca. Me convenzo a mí misma de que Tommy tampoco quiere.
               Se fue por la tarde a su casa, a cambiarse de ropa y dejarme un poco de espacio para mí misma. En cuanto salió por la puerta, no dejé de echarlo de menos.
               Mi alegría cuando llamó al timbre a pesar de tener llaves va aumentando a medida que avanza la noche. Somos libres, todos nosotros, y casi no podemos creérnoslo. Hemos sobrevivido a un semestre.
               Los chicos hacen bromas, se pelean entre ellos, se burlan cariñosamente de Tommy por ser el único menor de edad, el que se supone que no puede beber alcohol, pero lo hace de todas formas. A mis amigas también les gusta él.
               Y a él le gusto yo, lo noto en cómo me observa cuando hablo, cómo se inclina hacia mí cuando le digo algo, cómo me pone una mano en la pierna y me sonríe cuando nos miramos un momento.
               Estoy soñando, seguro.
               Lo cazo un par de veces mirándome los labios. Él, otras tantas mirándole los suyos. Abandonamos el restaurante, vamos de bar en bar, hasta que yo digo que estoy muy cansada y que me voy a casa.
               -¿Quieres que te acompañe?-pregunta Tommy, poniéndome una mano de la cintura, susurrándomelo al oído y consiguiendo mágicamente contrarrestar la estruendosa música del bar con mesas inmensas y abarrotadas de estudiantes que celebran su supervivencia.
               -Por favor-replico yo, y nos sonreímos, y de su sonrisa surgen unos rayos de sol que derriten el poco hielo que podría haber en mi espíritu. Nos despedimos de los demás y corremos detrás de un bus hasta que el conductor se apiada de nosotros y nos abre la puerta. Me siento al lado de la ventana y él se pone a mi lado, y apoyo la cabeza en su hombro, me río de alguna tontería que dice y cierro los ojos, disfrutando del calor que mana de su cuerpo, inspirando su aroma.
               En comparación, hay muy poco donde escoger entre colonias si eres un chico.
               Pero todas tus colonias van a oler genial, así que, en el fondo, sales ganando.
               Nos bajamos en la penúltima parada y echamos a andar a la luz de las farolas. Tommy lleva las manos en los bolsillos para que no se le enfríen. Yo he sido más espabilada y he cogido guantes.
               Llegamos al portal.
               -Bueno-digo yo.
               -Bueno-dice Tommy. Tengo las llaves en la mano. No me apetece meterlas en la cerradura. Si por mí fuera, me quedaría allí, en la calle, pasando frío, con el viento azotándome las mejillas, pero disfrutando de su compañía.
               Tommy está tan reticente como yo en eso de marcharse.
               -Bueno-dice él esta vez.
               -Bueno-respondo yo.
               -Debería irme-murmura por fin.
               -Sí-asiento, sintiendo cómo me marchito, como una flor valiente que ha abierto sus pétalos antes de tiempo y se ve sorprendida por una helada de invierno tardío.
               -No les he dicho a mis padres que voy a pasar la noche aquí-explica, dándole una patada a un poco de nieve apilada en el bordillo.
               -No-convengo.
               -Seguramente estén esperándome.
               -Sí-digo yo.
               Nos miramos. Da un paso hacia mí. Me rodea la cintura. Yo me aferro a su camisa.
               -No quiero que te vayas-le digo por fin, y él sonríe.
               -Yo tampoco quiero irme.

lunes, 15 de agosto de 2016

Moonlight.

Zayn se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Levanté la mirada un segundo, haciéndole ver que no podría cogerme por sorpresa, volví la vista a la libreta que me habían proporcionado de Oxford para que me informara sobre los másteres que podía hacer…
               … y volví a levantar la mirada y a clavarla en mi chico. Zayn sonrió cuando yo lo hice, mordisqueando un poco la tapa del bolígrafo, con el que había ido rodeando programas que me interesaban y posibles salidas profesionales.
               -Gatita-dijo solamente. Le quedaba bien estar desnudo delante de mí, cubierto sólo por una toalla atada a la cintura. Me encantaban sus tatuajes, todos salvo el de la chica que llevaba en el antebrazo. Me había quedado acariciándolo distraída la primera vez que nos acostamos en nuestra casa, ya siendo padres, lejos de Ibiza y del mar.
               -¿Puedes quitártelos?-le había preguntado, y él asintió.
               -Pero me dejaría marca.
               Torcí el gesto.
               -Quieres que me quite a Perrie.
               -No me mola verla cuando estoy contigo; especialmente cuando follamos.
               -Al menos te queda el consuelo de que estuve con ella hace tiempo, pero ahora estoy contigo.
               Me lo había quedado mirando, sonriendo. Le di un beso en los labios.
               -¿Qué le vas a decir a Scott cuando crezca y te pregunte quién es?
               -Que tenías el pelo rubio cuando yo te conocí.
               Me había echado a reír.
               -Amor-repliqué yo-. Me gusta lo que veo- y su sonrisa se amplió un poco más.
               -Scott está durmiendo-informó con diligencia. Doniya iba a venir a cuidarlo aquella noche; su hermana mayor estaba en Londres por algo de sus estudios, y tenía la noche libre.
               Era 28 de julio.
               Hacía un año de nuestro primer encuentro, y habíamos hablado de salir por ahí a celebrarlo.
               -Qué diligente eres.
               -Y estaba a punto de meterme en la ducha, cuando he pensado… el planeta está muy jodido-reflexionó, yo asentí.
               -Bastante, la verdad.
               -Y, ¿qué podemos hacer tú y yo para cuidarlo?
               -No mucho, pero algo se nos ocurrirá.
               -¿Qué tal si… ahorramos agua?
               Cerré la libreta.
               -Te escucho.
               -Tú y yo. Juntos. Solos.
               -Tienes toda mi atención, Z.
               -Ayudando a este planeta nuestro duchándonos juntos. ¿Qué te parece?-me guiñó un ojo, y me eché a reír, asentí y lo seguí hasta el baño.
               Desde el día en que nos acostamos y empezamos a ser una pareja normal, me daba la sensación de que vivíamos en una luna de miel constante. Yo era su chica, él era mi chico; teníamos un hijo en común del que cuidábamos con todo el esmero que podíamos (y que, desde luego, no era poco) y aprovechábamos los ratos que teníamos a solas después de pasarnos la tarde tonteando, y besándonos y acariciándonos delante del pequeño.
               Y las noches, oh, por dios, las noches. Eran lo mejor del día, porque estábamos solos, las manos volaban casi tan rápido como la ropa, y su boca recorría todo mi cuerpo y la mía recorría todo el suyo, y suspirábamos nuestro nombre y se lo regalábamos a la luna y las estrellas mientras reíamos por lo que le estábamos haciendo al otro.
               Estaba perdidísima en él, como un arqueólogo que entra por primera vez en una cámara funeraria de algún faraón que nadie más ha visitado hasta la fecha. Si yo fuera Howard Carter, Zayn sería mi Tutankamón.
               Me era imposible destacar algo de todo el tiempo que estábamos juntos, pero si tuviera que renunciar a todo y quedarme con solo una cosa buena de estar con él, sería, indudablemente, el sexo. Nos entendíamos sin necesidad de palabras, teníamos un ritmo similar y anticipábamos las noches de igual manera. Él sabía dónde tocarme para hacerme disfrutar, yo sabía qué debía hacerle para que perdiera la razón y se emborrachara de mí hasta el punto de que lo único que recordaba fuera mi nombre, y no el suyo, y que lo único que sabía a ciencia cierta era que jamás podríamos tener suficiente el uno del otro.
               A Scott también le alegraba nuestro cambio en la relación: mejor que tener a un padre para ti era tener a los dos a tu lado, jugando, mimándote.
               Zayn y yo hacíamos muy buen equipo, y estábamos dispuestos a celebrar el momento en que nos juntamos por primera vez.

miércoles, 10 de agosto de 2016

La hija más hermosa de la ciudad.

Zayn me miraba como si fuera yo la que pusiera las estrellas en el cielo.
               Nunca pensé que nadie pudiera mirarme de una manera más bonita de la que él lo hacía, que nadie sería capaz de transmitir con sus ojos una cantidad superior de amor… pero me equivocaba, porque la adoración con la que me miraba por las mañanas, cuando nos despertábamos y yo le daba los buenos días, no era nada, absolutamente nada, comparado con la que chispeaba en sus ojos como el rocío en un campo en pleno verano mientras sostenía a nuestro hijo en brazos.
               No me esperaba que romper aguas fuera una sensación tan extraña y, a la vez, familiar. En algunos libros que había devorado durante las primeras semanas, se decía que, en ocasiones, algunas mujeres lo confundían con una “fuga orinal”.
               No sé cómo nadie puede confundir mearse con que tu hijo te diga que ya es hora de venir al mundo.
               Apenas había cerrado la cremallera de la bolsa en la que había metido todo lo que me parecía que necesitaría en el hospital (llevaba haciendo una lista mental varios días, no tenía pensado enseñársela a Z, no fuera a empezar a añadir cosas sin sentido), cuando el bebé me dio el aviso. “Bueno, mamá, ya es hora de absorber tu energía vital, de machacarte por dentro y no dejarte dormir; creo que voy a ir saliendo, me apetece conocer gente. No es por ti, es por mí.”
               Cogí el teléfono, temblando de los nervios, y llamé a Zayn, que me contestó con agotamiento. No le quise decir lo que me pasaba, sólo meterle prisa, porque sabía que, si le decía que me acababa de poner de parto, sería capaz de marcarse un Spiderman y subir por la fachada hasta su… nuestra casa.
               La verdad es que me hizo gracia verlo correr de un lado para otro, buscando las cosas, todo nervioso. Me alegraba de tener a alguien como él a mi lado, de tenerlo a él, porque podía confiar en él ciegamente y esperar que me tratase con respeto y cariño.
               Que fue lo que necesité durante los dos días en los que mi hijo se abrió camino por mi cuerpo, haciéndome atravesar un dolor indescriptible que ni yo misma hubiera pensado que no sería mortal. El padre me apretaba la mano, me decía palabras de ánimo (si me hubiera dicho la gilipollez de “empuja y respira, nena”, lo habría estrangulado, me daba igual que mi hijo fuera medio huérfano), mientras el hijo se negaba a salir: había decidido que estaba muy a gusto en mi interior, con alguien que se lo diera todo hecho y sólo le dedicase mimos.
               Pero por fin, después de sentir cómo una apisonadora me pasaba por encima, una motosierra me abría las entrañas, un avión tiraba de los huesos de mi cadera para separármelos y un ejército de melones se abrían paso por un hueco en el que a duras penas cabía un limón, el sufrimiento se vio recompensado.
               Es verdad lo que dicen de que cuando ves a tu hijo por primera vez, se te olvida todo por lo que acabas de pasar. O, por lo menos, coges perspectiva. Lo cogí en brazos y se me llenaron los ojos de lágrimas; era precioso, simplemente precioso. No abrió los ojos, no me miró, su primera mirada no fue dedicada a mí, pero no me importaba.
               Era un milagro, era magia, era todo lo bueno que había en el universo, en potencia y en esencia, contenido en un punto minúsculo. Le cubrí la cara de besos, le acaricié las mejillas, la frente, los ojitos; le limpié la sangre que me había costado darle vida del rostro… le sonreí a Zayn, que también me miraba, me quedé sin aliento por cómo me besó; en parte, porque todavía estaba agotada; en parte, por cómo lo hizo…

sábado, 6 de agosto de 2016

Orquídeas y Grammys

La escuché levantarse de madrugada, pero ya estaba acostumbrado a sus peripecias nocturnas, de manera que no me levanté a ver qué era lo que le pasaba, si necesitaba que le echara una mano. Si quería ayuda, me la pediría, incluso sin darse cuenta de ello.
               Sólo me incorporé un poco, sin encender la luz. Esperé a que entrara en el baño. No lo hizo; pasó de largo y continuó con paso sutil, intentando no despertarme, en dirección a la cocina.
               Sonreí.
               El bebé iba a nacer fuerte por narices; debía hacerlo, a cambio de toda la comida que le reclamaba a su madre, gracias a los paseos en vigilia de ésta.
               Sherezade abrió la nevera y empezó a revolver despacio, buscando algo que probablemente no estuviera allí. Me giré y miré el reloj digital; las 3 y media de la madrugada.
               Pasaron 3 minutos, el tiempo que le daba de margen para ser independiente. Me puse los pantalones y fui a su encuentro. Me apoyé en la puerta y pregunté:
               -¿Qué es?
               Dio un brinco, miró el reloj del horno y suspiró. No le gustaba despertarme, pero no le quedaba más remedio que aguantarse. Sería una ninja, vale, pero yo tenía un detector de ninjas en la cabeza.
               -Atún. A la plancha. Con un poco de zanahoria y perejil.
               -No tenemos atún.
               -Lo sé, estaba… comprobando si habría algo con qué cambiarlo.
               -¿Y lo hay?
               Negó con la cabeza, yo asentí, descrucé los brazos y fui a mi habitación. Cogí una camiseta, la cartera, las llaves, y le dije que volvía enseguida. Bajé al súper de la esquina, aquel que estaba abierto 24 horas, cogí una bandeja de atún en rodajas y volví a casa en el más absoluto silencio. Llovía a cántaros, con lo que me empapé, pero me daba igual: sólo era agua, no era ácido ni nada por el estilo, no podría hacerme daño.
               Sher ya había picado un poco de zanahoria y la freía con la mirada ausente. Sus movimientos eran automáticos.
               Eché los filetes en la plancha y esperé a que empezaran a hacerse. Hizo ademán de coger el tenedor de madera con el que estaba preparándolos, pero negué con la cabeza. Se sentó encima de la mesa, con los pies cada uno en una silla, y se acarició el vientre, y me miró mientras los iba cocinando poco a poco.
               -Zayn-me reclamó, y yo no me giré cuando respondí con su nombre en todo su esplendor-. Si yo no estuviera embarazada, ¿me concederías tantos caprichos?
               ¿Me está preguntando lo que creo que me está preguntando?
               -Si no estuvieras embarazada, no serías tan caprichosa-repliqué, aunque dudaba que llamar “caprichos” a sus antojos fuera justo de alguna manera. No me parecía sensato ni para mí ni para ella.
               -Zayn-pidió, suspirando.
               -No, no te los concedería, no tendría por qué-repliqué, sonriendo, como si por ella, por ella solamente, no estuviera dispuesto a cruzar el infierno, a atravesar un desfiladero de lava descalzo, a dejar que me pisoteara una manda de elefantes.
               Llevaba sabiendo que estaba enamorado de ella bastante tiempo, casi desde el día en que me comí la cabeza pensando que no iba a volver, pero la constatación de ese sentimiento a veces me golpeaba como una maza a un yunque.
               -Qué mentiroso eres-replicó, riéndose, con una risa cristalina como un manantial de montaña-. Quieres tenerme contenta. Te gusta-acusó, y me obligó a volverme.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Gatita.

Hace mucho que no os dejo un mensaje antes del capítulo en sí y, aunque a mi terapeuta le va a decepcionar sobremanera lo que estoy haciendo, sólo quería deciros que aquí tenéis una foto de una chica que es básicamente CLAVADA a Sherezade.
Sólo que Sherezade es todavía más guapa.
Ah, y que, si sois lectoras fantasma y queréis que os avise de cuando suba nuevos capítulos (cosa que me hace MUCHÍSIMA ilusión), sólo tenéis que dejarme vuestro user de Twitter en un comentario.
Dicho esto, que lo disfrutéis. 


La dejaron en observación toda la mañana, por precaución, pero de tarde nos dijeron que el médico hablaría con nosotros y, después, podríamos irnos a casa tranquilamente. Yo me quedé con ella todo el tiempo que estuvo en la cama, acariciándole la mano y dejando que ella me la acariciara a mí, los dos mirando el ajetreo de las enfermeras, que iban de acá para allá.
               Casi no abrí la boca, pero, cuando lo hice, fue para hacerla reír. Lo necesitaba, y yo necesitaba escucharla.
               -Qué serio estás-comentó después de casi 10 minutos mirándome sin que yo le prestara mucha atención. Me parecía más importante comprobar que el latido de su corazón se mantenía estable y su respiración seguía regular.
               -Estoy enfadado contigo.
               -¿Por qué?
               -Hoy iban a hablarnos de la influencia de los guiones de la época dorada de Hollywood en la literatura contemporánea.
               Conseguí que se riera.
               Sólo la abandoné un momento para ir a buscarle ropa limpia y, de paso, cambiarme yo también. Cuando nos sentamos en la consulta del ginecólogo, parecía que viniéramos por una visita rutinaria, en lugar de haber pasado la noche en urgencias.
               Empezó a explicarnos lo que le habían hecho: se habían preocupado un poco por el estado en el que habíamos llegado, creyendo que había sangrado más de lo que había hecho finalmente. Cuando pasaron a examinarla, se dieron cuenta de que la situación era menos grave (menos mal) de lo que habían pensado en un momento.
               -De acuerdo-dijo por fin, cerrando la carpeta con el historial médico de Sherezade y entrelazando los dedos sobre ella. Clavó los ojos en mi chica-, un poco de sangre es normal en estas etapas del embarazo; lo que sí debería preocuparnos es un sangrado a principios del último trimestre. Puedes llegar a notar ligeros pinchazos; es importante que estés muy tranquila en estos casos, al fin y al cabo, le transmites todo el estrés al bebé. Mi recomendación es que sigas como hasta ahora, haciendo vida normal, eso sí, con las precauciones propias de las mujeres en tu estado. Nada de alcohol, drogas… esas cosas de las que seguramente te hayas informado-el médico sonrió, Sherezade asintió-. Podéis mantener relaciones sexuales perfectamente-añadió, mirándonos a los dos, y yo la miré a ella y ella me miró a mí un segundo, asentimos despacio, como si fuéramos novios de verdad, o algo por el estilo, y eso fuera una parte fundamental de nuestra relación, y esperamos a que continuara-. No obstante, en este caso y con tu situación, Sherezade, no estaría de más que vinieras a revisar qué sucede en cuanto veas que empiezas a sangrar otra vez.
               Me crucé de brazos y fruncí el ceño, mirando a Sher, que sólo asintió.
               -En parte me preocupé por eso; había leído que un poco de sangre es algo normal, no tiene por qué suceder siempre, pero… no sabía nada del dolor. Y me pareció que no era poco.
               -No lo era-aseguré yo.
               -El motivo es una nimiedad, ya os lo he dicho, y es comprensible que te pusieras nerviosa, pero fue precisamente por los nervios por lo que te pusiste peor. Con una subida del a frecuencia cardíaca, estas cosas empeoran. Por eso es muy importante que te mantengas calmada si notas un poco de dolor. Pero, repito: si sangras de nuevo, pásate por aquí.
               Sherezade asintió con la cabeza, y no medió palabra hasta que yo no rompí el silencio, ya en el coche, de camino a casa, con las palabras del médico martilleándome en la cabeza.
               -¿Cuál es “tu situación”?-pregunté, quizá en un tono un poco más lacerante de lo que pretendía.
               -Tengo un historial médico complicado. Antecedentes-tenía la vista fija en la carretera y parpadeaba más lento; era lo que hacía cuando no quería mirarme.
               Empezaba a conocerla, y eso tenía sus ventajas, pero también tenía inconvenientes.
               -¿Antecedentes?-repetí, pero ella no dijo nada, siguió con los ojos clavados en la carretera mojada. Me detuve en un semáforo y aproveché para mirarla-. ¿Este embarazo es peligroso para ti?
               Siguió callada, pero tragó saliva, y yo sabía lo que eso significaba… y, aun así, quería que me lo dijera, que me lo confirmara ella.
               -Sherezade, contéstame.
               -Sí-admitió, pero edulcoró la confesión con un-: todos lo son un poco, ¿no?
               -Ya sabes a qué me refiero-gruñí. El semáforo se puso en verde. Yo no me moví.
               -Sí, sé a qué te refieres, y sí, es en ese sentido.