jueves, 3 de agosto de 2017

El mejor hermano del mundo.

Otra vez os tengo que dar las gracias por la avalancha de comentarios, ¡ojalá algún día pudiera deciros cuánto os echaba de menos y la ilusión que me hace leeros! No me esperaba la reacción al anterior capítulo a pesar de que tuviera Sceleanor, sólo espero que éste os guste tanto como el anterior. ¡Nos vemos en una semana!

Cuando me desperté, Sabrae estaba sentada en el borde de la cama, mirándome, apoyada en una mano y con una sonrisita de suficiencia en la boca, enmarcada por unos rizos que llevaban siglos sin alborotarse tanto. Una parte de mí recordó cuando era pequeña y se dedicaba a corretear por casa con la melena así, suelta, bailando a su alrededor, mientras ella acarreaba cosas en sus pequeñas manos, con carreras tambaleantes pero firmes.
               Pero Sabrae ya no era ese bebé, ya no era mi bebé. El mono carmesí que apenas le cubría los muslos y cuyas cadenas doradas subían por sus hombros hasta encontrarse con el satén rojo como la sangre de su espalda era la principal prueba de ello, aunque los rastros del maquillaje no hicieran más que confirmar que mi niña había crecido.
               El brillo en sus ojos era propio de una mujer. Sólo un hombre podía habérselo puesto ahí.
               Me revolví bajo las mantas, mirándola con los ojos entrecerrados.
               -He llegado a las dos y cinco-informó, victoriosa. Me eché a reír, frotándome los ojos.
               -Vaya respeto te infunde tu hermano, ¿eh?-Sabrae rió entre dientes.
               -No quería que llegara tarde; Annie se disgustaría. Bastante mal le ha parecido que no me lleve a comer hoy.
               -¿Qué tal con Alec?-inquirí. Sabrae alzó una ceja, regodeándose en mi espera, en meditar lo que me contestaría.
               -Espectacular-dijo por fin-. Como siempre-se acarició una pierna, pensando-, en su línea-me miró de reojo y soltó una risita.
               -¿Qué habéis hecho?
               -Una dama no revelaría esas cosas jamás, Scott.
               Miré en derredor, exagerando el gesto para que ella se percatara de él.
               -¿Ves a alguna dama en esta habitación?-pregunté. Sabrae se echó a reír-. Tú solo… dime que habéis usado protección.
               -¿Tantos celos le tienes a Alec, que no quieres que lo hagamos sin nada, como Eleanor no te deja?
               -Eleanor sí me deja. De vez en cuando-respondí-. Pero eso no quita de que no me apetezca que te dediques a poner huevos-solté, y Sabrae se echó a reír-. Con que haya una como tú en este mundo, ya hay de sobra. No hacen falta más.
               -Oh-ronroneó Sabrae. Me la quedé mirando.
               -Es algo malo.
               Ella puso mala cara, me quitó la almohada y me pegó con ella.
               -Mamá y papá están terminando con la comida. Baja cuando te dé la gana, y ten cuidado, no te atragantes-espetó, mirándome de arriba abajo. Me incorporé y chasqueó la lengua-. ¿Ahora siempre duermes desnudo?
               -Paso calor-protesté.
               -¿Y por qué no te quitas una de las 4 mantas con las que duermes?
               -¡Porque me gusta sentir peso encima! Además… tendrás tú mucha queja de que los tíos durmamos sólo con los bóxers cuando duermes con Alec.
               -No duerme sólo con los bóxers-discutió, y me eché a reír.
               -Chica, ¿tan fea eres desnuda, que le quitas las ganas de más?
               -No, imbécil-esbozó una sonrisa sardónica-. Alec duerme sin nada… igual que yo.
               Se bajó de la cama de un brinco y corrió hacia la puerta mientras yo le tiraba la dichosa almohada, pervertida ya su misión en la vida, gritándole que no quería más detalles, dándole las gracias por la imagen mental que me perseguiría hasta el lecho de muerte.
               Me tiró un beso cuando estaba en la puerta y la cerró, dejándome solo con mis pensamientos.
               Después de que Alec se marchara en el coche que solía ser de Diana, nos habíamos quedado un ratito más de fiesta antes de decidir que era hora de irnos. Yo sabía que me quedaría durmiendo gran parte de la mañana (es lo que tiene follar como un loco durante el día y ser el rey de las fiestas por la noche, que acabas molido), así que no quería desmadrarme demasiado. Me apetecía estar con mi familia, y lo mejor de todo era que Tommy compartía ese sentimiento, con lo que habíamos sido los dos contra el mundo una vez más, y no como solía suceder durante los fines de semana: uno quería irse prontito, el otro quería quedarse hasta el amanecer, el último suplicaba (puede que incluso de rodillas) y el primero terminaba cediendo, porque había dos personas a las que Tommy y yo no podíamos decir que no.
               Eleanor y yo éramos las de Tommy.
               Y Sabrae y Tommy eran las mías.

               Así que regresamos apenas pasada la una y media de la madrugada; me acompañaron a casa “no fuera a ser que me diera por huir, y entonces a ver con quién se metería Jesy en el grupo” (qué graciosa era la americana, madre mía, no se le enredaría la lengua en la polla de Tommy cuando le hacía una mamada y tendrían que extirpársela en urgencias para que no se asfixiara) y me dejaron a la puerta como se deja a un cachorrito abandonado, con las orejas gachas y cara larga, mirando cómo se iban los cuatro (Mimi fue la única un poco reticente a marcharse sin más) y gimoteando que esperaran a que abriera la puerta, no fuera a ser que un secuestrador hubiera asaltado mi casa para llevárseme.
               Cuando había entrado, la lámpara de pie del salón estaba encendida, y una figura reposaba en el sofá frente a la televisión encendida. Me acerqué a comprobar si papá había vuelto a quedarse dormido escribiendo, componiendo o corrigiendo exámenes (profesores, en fin, qué te voy a contar), pero la melena negra que caía en cascada desde el reposabrazos me sacó de mi error.
               Mamá. Hacía años que no se quedaba despierta (o intentándolo) esperando a que llegara. Me echaba de menos, a pesar de que aún me tenía, a pesar de que me tendría siempre. Me incliné hacia ella y tiré un poco de la manta que la cubría, intentando taparla mejor, pero sus pies asomaron por el borde inferior.
               -Llegas pronto-dijo una voz en una esquina oscura, y yo di un brinco.
               -¡Papá! ¿Es que quieres matarme?-siseé. Papá se metió el teléfono el bolsillo de los pantalones de chándal y se acodó en las rodillas. Se frotó las manos.
               -Tu madre quería estar despierta cuando llegaras. Para comprobar que estabas bien.
               -No iba a emborracharme.
               -Lo sé. Y ella también. Es sólo que… dale ese gusto, ¿quieres, S? Pensábamos que nos quedaba más tiempo contigo en casa.
               Me quedé mirando el cuerpo dormido de mamá, escuchando su respiración profunda y tranquila, disfrutando de un sueño plácido y reparador. Era preciosa, lo mejor que tenía, mejor incluso de lo que me merecía.
               -Voy a echar de menos todo de ella-susurré, dándome cuenta de que me había despedido de Sabrae, me había despedido de Shasha, incluso me estaba despidiendo de Duna permitiéndole que me alimentara, pero precisamente a las personas que me habían dado la vida, mis padres, no les había empezado a decir adiós. Y deberían haber sido los primeros.
               -¿Incluso cuando te riñe?-sonrió papá, acariciándose la barba.
               -Bueno, quizás eso no-repliqué, y le miré-. ¿Crees que lo conseguiré, papá?-sus ojos chispearon cuando se encontraron con los míos.
               -Si me estás preguntando si creo en ti… la respuesta es sí. Llevo haciéndolo desde que naciste. Desde antes de que nacieras-respondió. Me acerqué a él, me arrodillé entre sus piernas y le di un beso. Él me lo devolvió, me acarició la oreja, el cuello, el pelo. Me senté donde estaba colocado y los dos nos quedamos allí, hechizados, observando a mi madre dormir.
               No se me ocurría mejor manera de pasar mi última noche en casa que observando a mi madre mientras mi padre me acariciaba los hombros.
               -Necesito que me prometas una cosa, Scott-rompió el hechizo del silencio, y yo giré la cabeza para mirarlo desde abajo-. No renuncies a tu felicidad por un buen puesto-dijo-. No olvides quién eres. Sal de ahí con más de lo que tienes, o con lo mismo, nunca con menos-sus ojos habían estado fijos en ella, puede que viendo un pasado que había tenido y del que había abusado tanto que terminó saliendo escaldado. Un pasado que dolía aun el tiempo que había transcurrido.
               El pasado que resurgía ante los ojos de una de las juezas cada vez que posaba los ojos en mí.
               Los ojos de papá se clavaron en los míos, como si hubiera recordado que estaba ahí. Que ahora, la versión joven de Zayn Malik no era Zayn Malik, sino su hijo.
               -¿Me lo prometes?
               Asentí con la cabeza, él me dio una palmada en el hombro.
               -Venga, despertemos a tu madre-invitó-. Sher-dijo, sacudiéndola despacio en el hombro-. Sher. Nena. Scott ya está aquí-mamá abrió un poco un ojo; era curioso cómo no reaccionaba ante su nombre, pero sí ante el mío-. Mi amor, tu hijo está en casa.
               -Scott-dijo mamá, medio dormida-. Oh, dios-se estiró y bostezó-. Me he quedado dormida.
               -Nos habíamos dado cuenta, mamá-sonreí. Ella también sonrió, reprimiendo un nuevo bostezo.
               -¿Te lo has pasado bien?
               -Sí. Deberías ir con papá, a la cama. Está mimosón-le confié, y papá expulsó el aire de su boca en una risa contenida.
               -Todos estamos algo melosos últimamente-susurró mamá, acariciándome la cara-. Ve a buscar a Duna. No ha callado en toda la noche con que ibais a dormir juntos.
               -¿De verdad?
               -Shasha casi la asfixia-mamá sonrió-. Quizás deberías meterla en tu cama a ella también.
               -Tu madre quería dormir contigo, pero, visto todo el sueño que tiene adelantado, seguramente trasnoche-bromeó papá. Mamá me dio un beso en la nariz, otro en la frente.
               -Mi niño-fue todo lo que dijo. Recogió la manta, se envolvió en ella y subió las escaleras con el peso de la resignación hundiéndole los hombros. Papá me miró un momento, como si quisiera decirme algo, pero luego la siguió, y me dejaron solo, a oscuras, acompañado de mis pensamientos.
               Nunca se me ocurrió que mamá habría dormido conmigo esa noche de no ser porque mi hermana más pequeña lo había anunciado a bombo y platillo. Ahora les pertenece a ellas, Sher, se había dicho, tú tienes a tu marido, pero ellas van a perder a su hermano.
               Ajeno a la tormenta que se desarrollaba en el interior de mi madre, subí a la habitación de Duna, la desperté con una sonrisa.
               -Hola, pequeña. ¿Duermes conmigo?
               Se espabiló enseguida, se colgó de mi cuello y me tocó llevarla de nuevo como un koala. Llamamos a la puerta de Shasha, que se revolvió en la cama y volvió la cara hacia nosotros.
               -¿Qué?
               -Fiesta de pijamas-dije, para disgusto de Duna, a quien le aseguré que no notaría la presencia de Shasha, que sería todo suyo y me podrían abrazar lo que quisieran. Estaría molido, pero seguía identificando las emociones de mis hermanas como si las tuvieran escritas en la frente.
               Así que me quité la ropa y me metí en la cama, a la espera de que ellas cogieran posición. Se acurrucaron contra mi pecho y se quedaron dormidas con la rapidez de quien estaba disfrutando del sueño hacía apenas un minuto.
               No me enteré de cuando se levantaron, ya cansadas de estar dando vueltas en la cama. Le había pasado un brazo por encima de Duna y ahora ella no era capaz de quitárselo de encima; Shasha la tuvo que ayudar, y las dos se me quedaron mirando.
               -Scott es muy guapo-observó Duna.
               -Mm… meh-respondió Shasha, que preferiría que le diera una trombosis a hacerme un cumplido.
               -¿Le pintamos la cara?-sugirió al pequeña, y la mediana se la quedó mirando-. Con algo que tarde una semana en irse.
               -Pero… mañana se va al programa. Si aparece con la cara pintada, puede que le echen. Nadie quiere ver a nadie feo en la tele.
               -Pues por eso-respondió Duna, en tono que evidenció que pensaba que Shasha era tonta por no darse cuenta-. Así no se va.
               -Vale, lista, ¿y qué hacemos con Tommy?
               Duna pensó un momento.
               -Podemos raptarle. Le atamos al sofá del sótano y así podrá estar con Scott.
               -Dun, no puedes ir secuestrando a gente así porque sí.
               -¿Por qué no? Mamá es abogada. Me defendería.
               -No puedes, y punto. Venga, vamos a desayunar-instó, agarrándola de la cintura-. Papá y mamá quieren tener la cocina despejada para prepararle algo a Scott.
               -¿Cuándo vuelve Sabrae?-preguntó la pequeña, cogiendo la mano de la mediana.
               -No sé. Cuando le dé.
               -No me gusta esto de que os echéis novios. Tú no te vas a echar novio también, ¿verdad que no, Shash? No quiero que tú también dejes de dormir en casa.
               -Los hombres me dan asco-espetó la mediana.
               -¿Por qué?-inquirió Duna, escandalizada-. Papá es un hombre.
               -Bueno, pero papá es distinto. Papá es bueno.
               -Y Scott también es un hombre.
               -Ya, pero Scott es medio gilipollas, ¿no ves los programas que le gustan?
               -Pero hay que quererle igual-razonó Duna-. ¿No le vas a echar de menos?
               -Pues claro que sí, Dun, ¿tú no?
               -A mí no me importan los programas que ve en la tele.
               -Que nuestro hermano tenga un gusto televisivo pésimo no quiere decir que le queramos menos por darnos cuenta, ¿sabes?
               -¿Lo dices por las pelis de puñetazos que ve?-sugirió la pequeña, poniéndole una mano en el brazo-. Porque es un chico. Es lo que les gusta. Tampoco hay que darle muchas vueltas. A papá también le gustan, y no dices que es medio gilipollas.
               -Bueno…
               -A Dan le gustan algunas. Las de explosiones más. Y no creo que sea medio gilipollas-meditó.
               -Qué vas a creer tú que Dan sea medio gilipollas, si estás loquita por él-la pinchó Shasha, cerrando la puerta.
               -¡No estoy loquita por él! No me duele la tripa cuando estamos juntos como me duele cuando viene Alec. Sólo siento cosquillitas.
               -Ay, si al final, la que va a terminar echándose novio, vas a ser tú.
               -¡Cállate, Shasha! ¡Eres muy tonta!-bramó Duna, y salió corriendo escaleras abajo, para deleite de la mediana. Ahora que sabía con qué picar a Duna, mi ausencia se le haría un poco más amena.
               Cuando bajé al comedor, la mesa ya estaba puesta y mis hermanas estaban esperándome. Duna empujó la silla vacía a su lado, invitándome, mientras Shasha miraba de reojo los mensajes que enviaba Sabrae, ya vestida con un pijama gordito con estampado de osos panda. Dedicamos prácticamente media comida a meternos con ella, que parecía muerta de sueño y no paraba de bostezar; Duna agitaba los pies por debajo de la mesa, divertida, mirando alternativamente a Sabrae y a Shasha, que había hecho de su misión personal el molestarla hasta el punto de que Sabrae tratara de clavarle un tenedor en el ojo.
               La otra mitad de la comida, papá y mamá se la pasaron riñendo a mis hermanas, mientras Duna y yo aprovechábamos las distracciones para alimentarme como a un bebé. Yo cogía el tenedor de la menor, pinchaba un trozo de comida de mi plato y lo dejaba disimuladamente en reposo, asentía a la reprimenda de turno que las pobres desgraciadas estaban sufriendo, y abría la boca cuando Duna clavaba los ojos en mamá y acercaba el tenedor a mi cara, cargado con comida, y sonreía complacida (y casi se ponía a aplaudir) cuando me veía masticar.
               Con la tripa abultada de una comida copiosa con la que mis padres querían convencerme de que estaba metiendo la pata hasta el fondo (como si no lo supiera ya), me senté en el sofá a ver la televisión, arropado por las chicas, que se tiraron (literalmente) encima de mí. Me acurruqué contra mamá y le di un beso en el hombro, a lo que respondió con uno en el cuello y pasándome el brazo por la cintura.
               -Te voy a echar tanto de menos, cariño-me dijo. Me quedé allí un poco más, retrasando lo inevitable, pero a medida que las manecillas del reloj se iban moviendo, yo sentía una presión creciente en el pecho. Se me acababa mi último día en casa, sólo el tiempo diría cuánto tardaría en volver.
               A falta de una hora para mi salida triunfal, me levanté del sofá, me sacudí a mis suplicantes y pesadas hermanas de las piernas y me metí en la ducha. Remoloneé todo lo que pude bajo el chorro, imaginándome una vida a la que estaba a punto de entrar. Cómo echaría de menos cualquier detalle de lo que había tenido hasta entonces; seguramente añoraría hasta los azulejos del baño. Salí de la ducha, me sequé, me vestí con la ropa con la que tenía pensado entrar (una camiseta blanca, unos vaqueros negros y la chaqueta de cuero negra que había comprado después de darle mi favorita a Eleanor) y salí del baño por última vez, recién afeitado, limpio y a la vez con el alma cargada hasta los topes de recuerdos, como intentando suplir la falta de suciedad en mi cuerpo.
               Me senté en mi habitación, observé los muebles, las fotos, los recuerdos traídos de mil y un lugares, los libros sin leer que reposaban impacientes por descubrirme sus maravillas en la estantería, al lado de los otros libros, los que me sabía de memoria después de tanto leerlos. Cogí el móvil, metí el cargador en el bolsillo exterior de mi bolsa de deportes, y desbloqueé la pantalla. Estuve a punto de mandarle un mensaje a Tommy, preguntando si sería demasiado melodramático hacerle una foto a mi habitación… pero, joder, me encantaba mi habitación. Especialmente la pared que no habíamos tocado a pesar del paso del tiempo, a pesar de las protestas de mamá porque, como mínimo, había que retocarla, ya que estaba perdiendo su color; pero es que el rincón en el que un astronauta de escafandra negra se deslizaba hacia una minúscula Luna, del tamaño de su cuerpo, era tan sagrado como para mí como podían serlo mis hermanas. Cuántas veces me había quedado tumbado mirando ese garabato, esbozado por mi padre y pintado por mi madre, fantaseando con cómo sería flotar, cómo sería no pesar, cómo sería no estar en el mundo, sino fuera, entre las estrellas…
               Esperaba que fuera un poco como convertirse en una.
               El teléfono se bloqueó en mis manos, la negrura de su pantalla me reveló mi reflejo. Lo recordaré, me dije. Igual que recordaba cómo olía Shasha cuando era un bebé, igual que recordaba el sonido de mi nombre de labios de Sabrae, igual que recordaba las risas de Duna la primera vez que la llevamos a la playa, igual que recordaba el brillo en los ojos de Tommy cuando me contó que había perdido la virginidad y que era mejor de lo que se esperaba, mejor de lo que nadie decía, igual que recordaba exactamente el miedo que me llenó cuando Eri me entregó a Eleanor recién nacida…
               Hay cosas que te marcan, hay cosas que ves como si fueran fotografías a pesar de no tenerlas delante. Cosas que, por insignificantes que sean, te hacen ser quién eres: componen tu memoria a base de uniones caprichosas, cordones entretejidos sin ninguna otra función que convertirte en la persona que vas a ser.
               Abrí el libro de las estrellas, el que me había regalado Eri cuando yo apenas sabía lo que era un cumpleaños. Pasé los dedos por los bordes desgastados, por las páginas reblandecidas de tantas horas que las había estado acariciando, por las tiras de celo que cerraban heridas ocasionadas hacía demasiado poco…
               Una parte de mí me pedía a gritos que me lo llevara, pero sabía que sufriría cada vez que me alejara del libro, temiendo perderlo o que se estropeara incluso más. Y no podía perder una parte tan importante de mí mismo.
               Miré los planetas que saltaban hacia mí una vez más, los cometas y las estrellas explicando que el sol no se movía, que éramos nosotros, aunque no lo notáramos, y todo aquello me pareció tan lejano como un suspiro al otro extremo del océano. Aquel libro era mi casa, aquella habitación era mi casa, mi familia era mi casa, y yo estaba a punto de coger un barco y probar suerte en el nuevo mundo.
               Es la hora, me dije a mí mismo, depositando el libro a mi lado y luchando por armarme de valor. Joder, pensé que sería más fácil que esto. No podía llorar delante de mamá ni de las niñas, tenía que ser fuerte, había que apechugar. Estiré el brazo para coger la bolsa de deportes, me levanté…
               … y me caí de culo de vuelta a la cama. Mi vida me perseguía, no sabía cómo había hecho para llenar tanto la bolsa, conseguir que pesara una tonelada a pesar de que no estaba llena, ni mucho menos.
               -Qué cojones-bufé, tirando de ella, y ésta se balanceó peligrosamente en mi mano, de una forma inesperada, como agitada por su peso recién descubierto. Intenté colgármela al hombro, pero fallé, y la bolsa cayó al suelo con un ruido sordo.
               Y juro que se quejó.
               O sea, la bolsa, claramente, exhaló un “au” ahogado, como si quisiera guardar silencio durante mi luto particular.
               Las bolsas no hablan, Scott, me recriminó mi Tommy interior. Y, entonces, mi cerebro se puso a trabajar. Yo conocía esas quejas…
               Me incliné sobre la bolsa, tiré de la cremallera y vi un par de mechones azabache en un extremo.
               -¿Duna?-espeté, estupefacto, retirando la camiseta de hacer deporte que había puesto encima de todo a modo de protección.
               Mi hermana pequeña se revolvió en su reducido espacio, tapándose los ojos, molesta por la luz. Me miró y esbozó una sonrisa tímida, muy de niña pequeña, la típica de uy, me has pillado, pero voy a ser adorable y no te vas a enfadar conmigo.
               -¿Qué coño haces ahí metida?
               Se agarró a su camiseta. Vi que llevaba puestos dos pantalones por debajo de ésta. Bueno, por lo menos era previsora.
               -Me voy contigo.
               -¿Qué dices?
               -Sí, llevo todo lo necesario. Incluso he metido bragas, mira-se retorció para coger un puñado de tela arrugado, y me mostró sus bragas azules de borde rosa. Me mordisqueé el piercing, considerando seriamente la posibilidad de ponerme a gritarle porque me estaba haciendo todo esto mucho más difícil.
               -Qué previsora-conseguí articular-. Pero, ¿no te has dado cuenta de que hay un pequeñísimo problema en tu plan? Has tenido que sacar mis cosas para poder ponerte tú. Además, no puedo llevarte, ¿pensabas que no me daría cuenta de que no te habías despedido de mí?
               -Tenía la esperanza de que te marcharas enfadado-explicó-, y no te dieras cuenta de que la bolsa se movía y respiraba, y tenía ojos, y… me terminaras encontrando en el concurso y te aborreciera traerme de vuelta.
               Me pellizqué el puente de la nariz.
               -Sal de ahí-ordené, y Duna lo hizo sin rechistar. La escuché bajarse los pantalones del pijama mientras pensaba en cómo seguir con esto, rezando a Alá para que me diera fuerzas.
               Me volví para mirarla, y me la encontré hecha un manojo de lágrimas.
               -¿Qué pasa?—pregunté, y ella negó con la cabeza, retorciendo su camiseta.
               -No quiero que te vayas, Scott-gimoteó-. No quiero que dejes de vivir en casa.
               -Cariño, no voy a dejar de vivir en casa-mentí un poco, pero los hermanos mayores somos como 007: tenemos licencia para mentir. Le acaricié los hombros-. Simplemente voy a ir a dormir a otro sitio durante dos meses y medio.
               -¡Eso es mucho tiempo!-bramó, lastimera, cogiéndome las muñecas-. ¡No quiero que estés fuera de casa dos meses y medio! ¡Eso es como… un verano! ¡NO, SCOTT, NO!-chilló a pleno pulmón, y se dejó caer en el suelo, sentada sobre su desgracia, mientras se pasaba las manos por la cara intentando controlar su llanto-. ¡NO QUIERO QUE ME DEJES SOLA!
               -No vas a estar sola-le aseguré, acariciándole la cabeza y besándole la frente-. Saab y Shash se quedan contigo. Y papá y mamá.
               -¡NO QUIERO QUE TE QUEDES SOLO!
               -Me voy con Tommy. Él me cuidará.
               -No lo hagas, Scott, por favor-suplicó, cogiéndome las manos, mirándome con esos ojazos suyos a los que yo no podía resistirme, pero me tocaba hacerlo. Por una vez en mi vida, tenía que hacerlo-. ¿Es por el dinero?-soltó de repente-. Porque tengo algo en mi huchita de cerdito, te puede servir…
               Negué con la cabeza y le di un beso en la frente.
               -Es porque necesito ser feliz, princesa.
               Duna me miró.
               -¿No eres feliz aquí?
               -Pues claro que sí. Pero tengo que buscar más felicidad, ¿entiendes, amor? Tengo que buscarme mi futuro, tengo que conseguir saber quién soy, y este programa es la forma de averiguarlo.
               Duna se quedó callada, asimilando mis palabras.
               -¿No sabes quién eres?
               -Pues… sí, pero no sé quién puedo llegar a ser.
               -¿Y no puedes ser varias cosas a la vez?
               La cogí en mi regazo, le acaricié la cintura.
               -Depende, ¿por qué?
               -¿Y si dejamos de ser hermanos?-inquirió, lastimera, y yo negué con la cabeza. Agitó sus puños en el aire, buscando mi atención-. ¡No, Scott, escúchame! ¡Los hermanos deben vivir juntos! ¡Así lo hemos hecho siempre! ¡No tienes derecho a irte así sin más! ¡¿Y si me pierdes?!
               -Nunca te perderé, mi amor.
               -¿Y SI YO TE PIERDO A TI?
               Le di un beso en la mejilla.
               -Siempre me vas a tener conmigo-le cogí una manita y la acaricié con las mías. Duna las miró, llorando-. No quiero que estés triste por cosas que no van a pasar. Yo siempre seré tu hermano, esté aquí, en el concurso, o en China. Siempre voy a ser tuyo, ¿vale? Pase lo que pase. Contra viento y marea; llueva, nieve, o haga sol-le besé la mano y ella me miró, quejumbrosa.
               -No quiero echarte de menos. Me moriré de pena echándote de menos.
               -No lo harás, pequeña. ¿Sabes por qué?
               -¿Por qué?-su suspicacia teñía su tono de voz. Frunció ligeramente el ceño.
               -Porque siempre me vas a tener contigo…-dije, levantándome y yendo a una estantería, cogiendo una lámpara con forma de cohete-, si tienes encendida esta lámpara.
               Duna se bajó de la cama, ya toda desconfianza.
               -¿Qué tiene esa lámpara?
               -¿No lo sabes? Es una lámpara mágica-expliqué, arrodillándome frente a ella-. Si la enciendes en su interruptor, te dará luz-se lo mostré, y la bombilla se encendió con una tímida incandescencia que le borró las sombras del rostro-, pero, si giras la tapa, como si fueras un astronauta que quiere salir a explorar…-la giré y miré al techo. Duna lo miró también, inclinó la cabeza, pensando que estaba zumbado-. Ten fe-le pedí, acercándome a la persiana-. Cierra los ojos.
               Esperé a que se los tapara para bajarla de un plumazo.
               -Ahora, ábrelos-la invité, y Duna los abrió, al igual que la boca. Se quedó mirando el cielo de estrellas azules que ahora llenaba la habitación, los planetas nada fieles a los reales pero que se movían en una danza lenta e hipnótica que me había cautivado de pequeño igual que lo hacía ahora con Duna. Yo también me los quedé mirando un momento, embobado en el giro de las estrellas de cinco puntas que danzaban alrededor de la habitación. Los ojos de Duna brillaban con un resplandor zafiro, pero sonreía, maravillada por el espectáculo. Me acerqué a ella, me arrodillé por detrás y la rodeé con brazos y piernas.
               -Cuando sientas que me echas mucho, mucho de menos, baja las persianas, enciende la lámpara, y me sentirás abrazándome como lo estoy haciendo ahora-le susurré al oído, y ella asintió. Estiró el brazo, como intentando capturar uno de los astros errantes. Le tendí la lámpara, haciendo que el universo se sumiera en un efímero caos. La deposité en sus manos y me la quedé mirando-. Mamá y papá me reglaron esto cuando era muy, muy pequeño-le conté-. Tommy no había nacido aún. Estaba solo en el mundo, yo no me lo sentía, pero… ver esto me tranquilizaba-era mentira a medias, dado que sí que me había tranquilizado cuando había recordado estar mal, pero no recordaba (por suerte) ninguna época que pudiéramos calificar como AdT (Antes de Tommy)-. Me hacía saber que había alguien a quien estaba esperando pacientemente. Y ahora quiero que lo tengas tú. Para que esperes pacientemente al día que yo vuelva a casa.
               -¿Volverás?-inquirió, girándose hacia mí-. ¿Me lo prometes?
               -Te lo prometo, mi niña-juré, tendiéndole el meñique, y ella lo enganchó con su minúsculo dedito. Le di un beso en el dorso de la mano y ella se rió.
               -Te quiero mucho, Scott.
               -Yo también te quiero, Duna. Muchísimo.
               -Eres el mejor hermano del mundo-me aseguró.
               Y hay un tipo de valentía que no todo el mundo tiene: el de decirle adiós a tu hermana más pequeña justo después de que te diga que no hay nadie como tú.
              


Cuando sonó mi móvil con el tono de un mensaje, creí que el remitente sería bien diferente: estaría en el piso de abajo, tumbado sobre su cama, esperando a que le conteste a su sencilla invitación: “¿Bajas y follamos?”
               Pero no; ni era una invitación, ni el remitente estaba en el piso de abajo, sino a un mundo de distancia.
               -Alfred va a recogerte, tienes tu último trabajo con Vogue dentro de hora y media. En 10 minutos llamará a tu puerta. Vais justos-me escribía Kristen en formato prácticamente telegráfico. Fruncí el ceño y me senté en la cama.
               -Mañana entro en el programa, ya lo sabes.
               -Es por eso que te he preparado un reportaje doble. Vogue Reino Unido, y Vogue Italia. Ya puedes correr.
               Me mordí el labio, valorando entre mis dos opciones: terminar la maleta y bajar a acurrucarme contra mi inglés, conseguir convencerlo de que metiera la boca entre mis muslos, o ser una ovejita obediente y buena que acudía a su última cita con la moda.
               -Serías la primera en estar en dos portadas de Vogue a la vez antes de cumplir la mayoría de edad-me recordó mi agente, y eso inclinó la balanza a su favor. Bajé como alma que lleva el diablo las escaleras y abrí la puerta de Tommy sin llamar.
               -Voy a ir a trabajar, ¿quieres venir?-le ofrecí. Él me miró, apartándose un poco el móvil de la cara. No se me escapó el detalle de que tenía una mano metida en los pantalones, y con la otra toqueteaba la pantalla.
               -Estoy haciendo la maleta.
               -¿Tirado en la cama? ¿Acaso estás buscando un hechizo para que se haga sola? ¿Qué tal con la varita, por cierto?-le piqué, aleteando con las pestañas, y él esbozó una sonrisa.
               -No estaba haciendo nada; sabes que me meto la mano en los pantalones cuando me aburro.
               -Ya. Sólo espero que estuvieras mirando fotos mías-respondí. Negó con la cabeza y me mostró el móvil, su aldea guerrera vibraba con el ajetreo de una potencia de zona-. No sé si debería preocuparme porque te toques la polla mientras juegas a los soldaditos.
               -No me pone cachondo. Pero es que no podía seguir.
               -Haber subido-ronroneé-. Sabes que mi puerta, y lo que no es mi puerta, está siempre abierta para ti-le guiñé un ojo y apoyé una mano en la cadera. Tommy suspiró.
               -Me agobia hacer las maletas, Diana, ¿vale?-gruñó, y yo alcé las manos, me acerqué a él, le di un piquito rápido y le dije que nos veríamos de noche. Subí a cambiarme y, cuando bajé las escaleras, me lo encontré apoyado en el sofá, con la ropa de andar por casa olvidada en su habitación, y una camiseta blanca y unos vaqueros azules que hacían que sus ojos brillaran con luz propia.
               -Creía que estabas agobiadísimo con tu maleta.
               -No todos los días mi novia la modelo me ofrece ir a ver cómo curra. Debería aprovechar y vivir el momento-se encogió de hombros, y me siguió hacia el coche. Alfred nos abrió la puerta con una sonrisa indulgente y se acomodó en su asiento mientras yo me acomodaba contra Tommy, pasándole una pierna por encima de las suyas y le besaba.
               -¿Cómo vamos de tiempo, Alfred?
               -Vamos bien. Dependiendo del tráfico, estaremos en nuestro destino en cuarenta y cinco minutos.
               -Genial-empecé a besar a Tommy, y me dediqué a quitarle el agobio durante todo el viaje. Le hice de rabiar, aumentando la profundidad de mis besos y la valentía de mis caricias cuando nos quedaban diez minutos para llegar. Incluso le dejé meterme mano, y yo no me quedé atrás, pero rápidamente me aparté de él con una sonrisa de suficiencia en los labios en cuanto el coche comenzó a aminorar.
               -No puedes hacerme esto-gimió cuando no le permití tocarme y me moví al asiento de la otra ventanilla. Le guiñé un ojo.
               -¿Me va a pasar factura?
               -Ojalá pudiera parar cuando te tengo tan cerca como lo haces tú conmigo-se lamentó, acariciándose los labios, quitándose el carmín que había dejado en ellos. Salimos del coche y rápidamente el torbellino de mi mundo me engulló.
               -¡Diana, preciosa, por fin has llegado!
               -Tenemos un montón de preguntas que hacerte.
               -¡Y el proyecto es completísimo!
               Una estilista menuda de pelo oscuro se hizo paso entre la gente que intentaba, sin éxito, agobiarme. Se acarició las puntas del pelo, decoloradas en un morado chillón, a juego con su sombra de ojos.
               -Estás hecha un desastre, Diana-me riñó, pero en sus ojos verdes había un deje cariñoso que no se me escapó. Hacía un montón de tiempo que no trabajaba con Donatella, una de las mejores maquilladoras al servicio de Vogue. Noté los ojos de Tommy saltar de mí a la mujer, cuyo maquillaje ocultaba arrugas y mostraba años de experiencia por igual.
               -A trabajar, entonces, ¿no os gustan los retos?-inquirí, mirando en derredor. Hubo risitas de apoyo, revoloteos urgentes y órdenes susurradas y gritadas a partes iguales a mi alrededor.
               -Íbamos a hacerlo con un compañero-me explicó Donatella mientras me conducía a la caravana del maquillaje, ignorando a Tommy, que me seguía como un obediente perrito-, pero se ha rajado en el último momento. Tenía no sé qué compromiso con Bacardí. Ya ves tú. Hoy en día todo el mundo tiene tantos compromisos que se les fríe el cerebro y se les olvida quiénes son los verdaderamente importantes-se volvió para mirarme y me acarició el pelo-. Te lo has cortado hace poco, ¿verdad?
               -Sí.
               -¿Y las raíces?
               -Voy a volver a teñírmelas la semana que viene.
               -¿No ibas de clausura?-espetó.
               -Voy a un concurso, allí habrá estilistas.
               -Chica, no dejes que ninguna peluquerucha de tres al cuarto te toque esa melena que tienes con sus dedos zarrapastrosos. Con lo preciosa que está…-capturó un mechón entre sus dedos-. Oro. ¿Te han dicho el tema del proyecto?
               -No.
               -¡Fantástico, adoro las sorpresas!-me sentó en una silla clavada ante un espejo de luces y me hizo girar, contemplándome en el espejo-. ¿Quién es éste? Nunca te había visto pasear a los tíos a los que te tiras.
               -Es mi novio, Donatella-discutí, un poco molesta, frunciendo el ceño.
               -Ay, mira qué morritos de patito me pone-Donatella se echó a reír, echándole un vistazo-. Eres guapo-Tommy se puso rojo-, y tu cara me resulta familiar, ¿te he maquillado alguna vez?
               -Es el hijo de Louis Tomlinson.
               Donatella me miró.
               -No me suena-dijo, esparciendo los productos frente a mí.
               -Me cae bien esta mujer-sonrió Tommy.
               -¿Louis Tomlinson? ¿El compañero de banda de mi padre? El de la voz dulce-informé, y Donatella negó con la cabeza. Puse los ojos en blanco-. El que se peleó con Zayn Malik, el de Pillowtalk, por Twitter.
               La italiana abrió la boca y chasqueó la lengua.
               -¡Louis Tomlinson es tu padre! Un hombre como pocos donde los haya, permíteme que te diga, chico.
               -Sí, por eso no recordabas quién era-bufé.
               -Y tú, te los buscas cercanos, ¿eh?-puse los ojos en blanco, hice un gesto con la mano.
               -Limítate a maquillarme, por favor.
               -¿Cuánto vais a tardar?-inquirió Tommy con timidez, sospechando que estar sentado mirando cómo me maquillaban no sería lo más interesante del mundo.
               -Oh, en una hora puedo devolverle ese fulgor divino que le caracteriza.
               -¿Una hora?-espetó mi chico, sorprendido-. Es muchísimo. Didi, voy a…
               -Vete a explorar-asentí, haciendo un nuevo gesto con la mano para indicarle que tenía mi permiso. Me dejó solo con la perorata de Donatella, quien me preguntó cuando él estaba a tiro si me estaba acostando con él de forma más o menos regular (te brilla mucho el pelo y tienes la piel perfecta, como si te pusieras una mascarilla al día), qué tal amante era y cómo estaba de dotado.
               -¿Me has visto alguna vez traerme a un tío al trabajo?-le pregunté mientras terminaba de extenderme el corrector. Negó con la cabeza-. Pues eso, cara amica-le dije en su idioma, y ella se echó a reír.
               Fue un día de locos, respondiendo preguntas mientras me maquillaban y me vestían; no solíamos hacerlo así, pero no había otro remedio. Si quería que me hicieran una buena sesión de fotos y quería aportar respuestas coherentes, tenía que estar hablando ya desde el primer momento. Lo de charlar mientras posaba se quedaría para otra ocasión: tenía la esperanza de ser portada de Vogue Italia, y aquello no era una tontería que se pudiera hacer mal.
               Cuando descendí de la pequeña caravana y caminé por las dunas en dirección al pequeño restaurante en el que me harían las fotos como si de publicidad de hamburguesas de los 50 se tratara, me encontré a Tommy sentado cerca de la puerta, escurriéndose por la silla, con gesto aburrido y jugando en su teléfono. Levantó la vista un momento, más por la curiosidad de saber a qué se debía tanto revuelo que por interés.
               Abrió la boca, asombrado, e incluso se levantó como haría un caballero en una cena de gala. Ingleses, pensé, sonriendo para mis adentros. Me eché a reír y le di un beso en la mejilla, cuidando de no hacer demasiada presión para no estropearme el maquillaje.
               -Ven-le invité, cogiéndole la mano-, quiero que estés conmigo.
               Me distrajo un poco mientras me hacían las fotos, pero nada que no pudiera controlar. Contestaba a las preguntas mientras me cambiaba, me quedaba callada posando y escuchaba las instrucciones del fotógrafo. Se me pasó el día volando, y creo que a mi inglés también.
               Incluso pidió que no me quitaran el maquillaje, y me llevó de la mano de vuelta al coche, observando con atención el peinado cardado que me habían hecho, enredando mi pelo de una forma tal que ya se acomodaba sobre mis hombros, en lugar de caerme con libertad por la espalda.
               -Estás… guau-silbó-. Se van a arrepentir de haberte dejado marchar, nena.
               Le apreté la mano y le di un nuevo beso en la mejilla, agradecida de cómo me había infundido tranquilidad cuando la pregunta que sabía que me harían, y que estaba temiendo, por fin se formuló:
               -Sonabas como debutante firme para Victoria’s Secret-la chica había esperado a que saliera del probador para poder verme la cara cuando sacara el tema-, y de la noche a la mañana te han quitado de la web y las fotos que tenían del año pasado en las que aparecías sentada en primera fila. ¿Qué fue mal en el cortejo? ¿Estás a malas con la empresa?
               -Para nada-dije, buscando un rostro familiar que me ayudara a no saltar. Y lo encontré en él. Me acaricié el pelo, me lo eché sobre un hombro y respondí-, es simplemente que no tenemos compatibilidad de horarios. Y que, bueno, yo no estoy interesada en más pretendientes de los que ya tengo-sonreí, mirando descaradamente a mi inglés, que me obsequió con una sonrisa canalla que hizo que mojara un poco (un poquito) las bragas.
               -Estoy yendo a donde quiero ir-respondí, y él sonrió, me colocó una mano en el muslo y yo consentí-. Alfred-llamé al conductor con la respiración acelerada.
               -¿Sí?
               -Ponte los cascos. Y conduce con cuidado-le pedí, y él se echó a reír. Se colocó un auricular en la oreja y se puso las gafas de sol para que éste no le molestara, mientras yo me sentaba encima de Tommy y le daba las gracias por un día genial.
               Nunca pensé que llegaría a estar tan cachonda como para necesitar hacerlo en un coche en marcha.
               Y nunca pensé que fuera a disfrutar tanto haciéndolo en un coche en marcha, pero supongo que la compañía es lo que cuenta, y no dónde y cómo lo haces.
               Me deshice de todas las horquillas que me enredaban la melena en formas imposibles, le limpié los restos de maquillaje de la cara a Tommy, y esperé un momento más, dejé que la magia del hechizo hiciera vibrar el aire unos instantes extra, los que necesitábamos.
               -Quiero comprarle algo a tu madre.
               -¿A mi madre?-Tommy se rió-. ¿Y eso por qué?
               -Porque te ha traído al mundo, ¿te parece poco?-respondí, y él me acarició los labios con el pulgar.
               -Creo que ésa es una de las cosas más bonitas que me has dicho nunca, Didi.
               Así que allí estaba, sentada en el borde de mi cama, después de que Tommy bebiera de mí durante un buen rato (intentando compensar la interrupción que supuso tener que atender la llamada de Scott, que se marchaba después de haber pasado toda la tarde con Eleanor, a lo que T me había sugerido que mientras hablaba con él “me ocupara yo del asunto”), feliz y satisfecha y plena como no lo había estado nunca, con un paquete gris acero en la mano rodeado de una cinta blanca que terminaba en un lazo, esperando a que mi suegra y madre adoptiva a partes iguales llegara a casa mientras Tommy terminaba de hacer sus maletas. Bajé dando saltos las escaleras apenas oí unas lejanas llaves introducirse en la cerradura, y sonreí a los niños que acababan de llegar de una tarde en familia.
               Astrid se quedó mirando el paquete, curiosa.
               -¿Es para mí?
               -Es para tu madre-respondí. Dan frunció el ceño.
               -Pero, ¡si no es su cumpleaños, estamos en septiembre!-se llevó una mano a la boca, consternado-. A no ser… ¡no será el día de la madre!
               -No, Dan, no es el día de la madre-respondí, negando con la cabeza. Eri apareció por la puerta del salón, quitándose una bufanda que no sabía que necesitara (a 5 de marzo en Inglaterra, una neoyorquina ya puede ponerse sus vaqueros cortos), las mejillas coloradas y una sombra de chocolate en los labios.
               -Amor-le dijo Louis, y ella se volvió, y le dio un beso profundo con el que le limpió la sombra del bigote. Dan y Astrid se quedaron fascinados, mirando a sus padres besarse, y yo no podía ser menos. Eri se mordió el labio, sonriendo como una quinceañera (ya sabía de dónde había sacado Eleanor esa sonrisilla tan tierna de pura timidez) y le dio las gracias a su marido cuando él le explicó:
               -Es que tenías un poco de chocolate-a lo que siguió el agradecimiento, y Louis respondió acariciándole la cintura-, y me apetecía besar a mi mujer.
               Los dos Tomlinson se giraron y me miraron.
               -¿Cuándo habéis vuelto?-preguntó la madre.
               -Hace un rato. Scott ya se ha ido. Cena en casa. Tommy me dijo que te lo dijera.
               -Es lógico-respondió ella, sin más aceptación que un encogimiento de hombros-. Vosotros también, ¿no? Mimi se queda a dormir, a pesar de que hoy sea el cumpleaños de su hermano.
               -Sí, pero luego nos vamos a celebrarlo. Aunque Tommy quiere volver pronto. Por cierto-añadí, tendiéndole el paquete, las manos un poco temblorosas. Su hijo me había asegurado que eso le haría más ilusión que un anillo o unos pendientes, de los que su madre ya tenía cientos, porque sería más especial, más concienzudo-. Te he traído esto.
               Dan y Ash se giraron a mirar a su madre, que abrió la boca y los ojos, llevándose una mano al pecho.
               -¿Para mí?
               -Sí.
               -Pero, Diana… no hacía falta… no tenías…
               -Es que me apetecía-respondí, escondiendo las manos tras la espalda y balanceándome sobre mis pies adelante y atrás, adelante y atrás, talón, puntas, talón, puntas.
               Eri tiró del lazo y durante unos angustiosos segundos se dedicó a retirar el celo con el que estaba envuelto el paquete luchando por no romper el envoltorio.
               -¡Mamá!-protestaron sus hijos, y ella los mandó callar.
               -Eri, estás poniendo histérica a Diana-le dijo su marido, y ella me miró, se sonrojó un poco, me pidió disculpas y tiró del papel sin más miramientos. Se quedó mirando la portada: una fotografía de su actriz favorita, Meryl Streep, en blanco y negro, extraída del reportaje que Vanity Fair había hecho sobre ella en 2016.
               Cuando Tommy la había sacado de la estantería de la tienda, me había quedado mirando el tomo con la duda plasmada claramente en los ojos.
               -¿Una biografía de Meryl Streep? Pero… ¿no era su actriz favorita? Ya debe de saberlo todo de ella.
               -Aunque lo sepa todo, le hará ilusión igual.
               -¿Por qué? Es un libro que le resultará inútil.
               -No es el libro, tonta; es porque te habrás acordado de que es su actriz favorita.
               -Pero, ¡si lo has encontrado tú!
               -Ya-había sonreído su hijo-, pero yo no te he dicho en ningún momento que ella fuera la actriz que más le gustaba a mi madre. Te has acordado tú sola.
               Eri ojeó el contenido del libro, pasándole hojas, deteniéndose en algunas fotografías, más recientes unas, más antiguas otras. Me miró con unos ojos empañados de lágrimas.
               -Diana, esto… es un detallazo por tu parte. Muchas gracias-dijo, y vino a abrazarme. Recordé cómo al principio de nuestra relación me había chocado que fuera tan física y me había molestado que estuviera todo el rato haciéndome tragar muestras de cariño que yo no pedía. Ahora, estaba agradecida de que fuera así de cariñosa. Me gustaba cuando me abrazaba o me daba un beso, en menos ocasiones que a sus hijos (se había dado cuenta de mis reparos y no pretendía empujar mis fronteras), porque podía oler el perfume de su cuello o fijarme en los diseños de sus ojos, que de lejos parecían simples esferas marrones, pero cuando te acercabas veías surcos que te hacían pensar en la corteza de un árbol.
               -No ha sido nada. Tommy lo eligió-dije, y una voz en la escalera me contradijo.
               -No le hagas caso, mamá-respondió su hijo mayor-. Yo sólo encontré el libro, fue ella la que decidió traerlo. Se acordaba de que te gusta Meryl.
               -Decir que Meryl me gusta es poco-sentenció la mujer, firme, pero cuando volvió a posar sus ojos en mí, vi que estaba profundamente conmovida. Me acarició la mejilla-. Muchísimas gracias, corazón.
               Hizo amago de sentarse en el sofá a observar más detalladamente el regalo, pero Tommy bajó las escaleras.
               -¡De ninguna manera! ¿En esta casa no se cena, o qué?
               -Ahí tienes la cocina-le indicó su madre con la mandíbula, y Tommy se llevó una mano al corazón.
               -O sea, ¿que no vas a cocinar con tu primogénito en su última noche en casa?
               -Si mi primogénito me convence…-se burló ella. Tommy le dio un beso en la mejilla y los dos se encaminaron hacia la cocina. Me dejaron mirar cómo cocinaban, sentada a la mesa en la que solíamos desayunar, con el ordenador encendido ultimando detalles para el descanso de mi carrera. Respondí mensajes de Kristen, luego, de unos cuantos clubs de fans, envié respuestas personales agradeciendo a determinados profesionales su confianza y su dedicación conmigo y las palabras de ánimo con las que habían llenado mi bandeja de entrada.
               Me metí en Instagram, limpié todos los mensajes recibidos sin apenas mirarlos, y activé el filtro de “sólo mostrar interacciones de personas a las que sigues”. Vi varios me gusta dispersos, un par de comentarios… y la primera foto en la que aparecía con Tommy escaló hasta mi pestaña de notificaciones. Me quedé mirando la bonita pareja que hacíamos. Los comentarios de Layla celebrando nuestro amor. Los ojos de él, brillantes, sin necesidad de ningún filtro para ser los más preciosos del mundo, sonriendo igual que lo hacía su boca mientras yo le daba un beso en la mejilla.
               Miré a Tommy, que seguía absorto en el cocinado, ajeno a todo salvo a las manos con las que manipulaba utensilios e ingredientes por igual. Miró a su madre cuando ella le dijo algo, asintió con la cabeza y volvió su atención de nuevo a sus dedos.
               Por dios, qué guapo era. Incluso cuando no me estaba haciendo el más mínimo caso. Incluso cuando no intentaba serlo. Incluso cuando me daba la espalda y yo sólo tenía el recuerdo de sus ojos. Incluso con el ceño ligeramente fruncido, concentrado como estaba.
               Especialmente concentrado como estaba en algo que le gustaba tanto.
               Una parte de mí no dejó de adorarlo en toda la noche; incluso cuando me pasaba la mano por la cintura, recordándome que estaba ahí, que era mío en todo su esplendor mortal, no podía dejar de verlo moviéndose en la cocina como yo lo hacía en las pasarelas y en mundos de lujo y exceso. Cómo le había acariciado la cintura a su madre para que no se moviera mientras ella revolvía en una olla y él se inclinaba hacia uno de los armarios de la pared, en busca de una fuente, cómo había bromeado con ella por cosas que yo no entendía, cómo había intercambiado un par de frases con Eri en español, olvidada ya mi presencia.
               Me habló al oído, lo hizo en español, sabiendo de sobra que eso me traería volando de Nueva York si era preciso. Me lo quedé mirando, me apartó un mechón de pelo de la cabeza.
               -¿Qué?
               Negó con la cabeza, cerrando un angustioso momento esos ojos de color azul cielo, un cielo que yo me moría por surcar, como si fuera un pajarito. Bebimos, y seguí adorándolo, bailamos, y seguí adorándolo, contemplamos a uno de sus mejores amigos abrir sus regalos en un completo éxtasis, y una par de mí seguía adorándolo; nos besamos, nos acariciamos, nos sonreímos entre beso y beso y también durante alguno, y yo seguí adorándolo, seguía viendo cómo su esencia más pura se extendía ante mí, sin tapujos y sin nada tras lo que ocultarse, perdidas todas las vergüenzas.
               Nos despedimos de Scott, volvimos a su casa acompañados de Mimi y Eleanor, abrimos la puerta y nos encontramos la casa en el más absoluto silencio. Alguien nos había dejado las zapatillas en el hall, para que no fuéramos descalzos por la casa. Subimos sigilosamente en dirección al baño, nos cepillamos los dientes y nos despedimos de Eleanor y Mary, que probablemente se pasarían media noche diciendo lo mucho que se echarían de menos.
               Era lo que habría hecho con Zoe de haber tenido tiempo suficiente para digerir que me marchaba y que probablemente jamás volviera.
               Lo habría hecho con más ahínco y hubiera llorado con más rabia de saber que me iba a convertir en la chica de Tommy, olvidando aquella Diana que tan poco vulnerable había sido, la reina de la ciudad más poderosa del mundo.
               Y, sobre todo, habría llorado con mucha más fuerza porque me aterrorizaría descubrir que no me importaría perderlo todo una vez me viera reflejada en esos ojos azules.
               Me acerqué a Tommy y le pasé las manos por los hombros, anticipando unos mimos que le daría y reclamaría esa misma noche. Él me correspondió, me tomó de la cintura y me atrajo hacia sí, y me llevó hasta la trampilla de mi habitación. Tiré del cordón para abrirla y que la escalera cayera hacia abajo, y en ese instante le perdí. Él clavó los ojos en una rendija de azul amarillenta que se colaba por debajo de la puerta de la habitación de sus hermanos pequeños. Me miró disculpándose.
               -Tengo que ir a verlos-dijo, y yo asentí con la cabeza, tirando un poco de mi chaqueta para cubrir mi ropa de fiesta, que parecía poco adecuada para ir a despedirme de unos niños a los que había aprendido a querer como si fueran mis propios hermanos. Tommy se acercó con sigilo a la puerta, la empujó con suavidad y metió la cabeza dentro-. Dan, ¿no puedes dormir?
               -Te estaba esperando-respondió una voz infantil, tremendamente somnolienta. Me asomé a la puerta y descubrí al niño frotándose los ojos, sujeto a un oso de peluche de aspecto viejo. Tommy le sonrió.
               -Pues ya he llegado, ya puedes ponerte a dormir.
               -¿Me lees un cuento?
               -Te caes de sueño, campeón.
               -¿Por favor?-insistió-. Es el último.
               Tommy meneó la mandíbula, me miró por encima del hombro, disculpándose una vez más. Se quitó la chaqueta y se la colgó de una mano.
               -Está bien, pero uno cortito, ¿vale?
               Astrid abrió los ojos en algún momento de la noche, atenta a las historias que les contaba su hermano mayor, y se rió y se arrebujó y sonrió con satisfacción cuando Tommy la arropó como si fueran las nueve de la noche en lugar de la madrugada, y le devolvió el beso en la mejilla y esperó pacientemente a que yo depositara uno suavemente en su frente. Los dos niños bostezaron y se quedaron dormidos antes de que yo pudiera tocar el pomo de la puerta.
               La abrí y me giré para iniciar el cortejo (como lo habían llamado en la entrevista con Tommy), sólo para adorarlo un poco y enamorarme muchísimo más de él cuando lo descubrí mirando a los pequeños como si fueran los tesoros más preciados que tuviera. Le acaricié la mano y él se volvió hacia mí.
               -No sé qué va a ser de mí mañana, cuando ya no pueda venir a darles un beso de buenas noches.
               -Siempre puedes dárselo a Eleanor-sonreí.
               -Eleanor ya no quiere que la arrope-respondió, con una sonrisa cansada. Me acerqué a él.
               -Pues ella se lo pierde, más Tommy para mí-le acaricié la cara y le di un suave beso en los labios. Él me apartó un mechón de pelo detrás de la oreja y aprovechó para acariciarme el cuello. Me volvía loca cuando hacía eso.
               -Puede que hasta salga ganando con el cambio-susurró. Me mordí el labio, navegando en aquellos ojos. Tiré de él, lo saqué de la habitación de sus hermanos, y pasó de ser el hermano mayor a mi chico. Apoyé la espalda en la pared y esperé a que él me acorralara con su cuerpo.
               -Creo que mandarme aquí fue lo mejor que mis padres pudieron haber hecho nunca-le confesé cuando subimos a mi habitación y me senté en la cama, esperando a que empezáramos.
               -Los regalos inesperados son los mejores-replicó él, acariciándome el mentón como si quisiera tomarme las medidas para hacerme un busto de mármol-, y tú eres uno que me ha llovido del cielo, Diana.
               -Desnúdame-le dije al oído, suplicante-, y hazme el amor.
               Eso fue lo que hizo.
               Fue la última vez que lo hicimos en aquella cama que nunca hubiera tenido, que odié nada más llegar a Inglaterra, y que había aprendido a querer poco a poco, a base de besos, caricias y sexo, como quieres al río en el que pescas a tu primer pez.
               La diferencia es que nunca terminas de adorar al río como yo terminé adorando a aquella cama en la que había descubierto lo que era que te quisieran por primera vez en mi vida.


Un timidísimo sol llamaba a la ventana como queriendo recordarnos que aquel era el último mes de invierno antes de la primavera. Abrí los ojos y rodé por la cama, casi acostumbrada a la presencia que había a mi lado y que amanecía siempre ahí todas las noches. Me giré para contemplar a Tommy dormir, tumbado sobre su tripa, con la cara vuelta hacia mí, el pelo enmarañado y un pintalabios difuminado en sus labios. La barra de labios que utilizaba para mantenerlos perfectos tenía un toque de color que ahora hacía los labios de mi inglés mil veces más besables.
               Pero dormía tan apaciblemente que no pude arriesgarme a romper la magia del hechizo, así que me incorporé, decidida a hacer del último día en casa de los Tomlinson el mejor hasta la fecha, por lo menos para Tommy.
               Sabía que lo pasaría mal, que echaría mucho de menos a su familia y que se moriría por volver a la mínima oportunidad. Lo había sentido en mis propias carnes, ese dolor acuciante al pensar que estabas lejos de casa, la sensación de vacío al no tener nada a lo que llamar hogar mientras te terminabas de marchar de un lado para instalarte en el otro.
               El miedo a lo desconocido.
               Y yo no tenía hermanos, lo cual lo hacía más difícil aún. Yo me había ido de casa enemistada con mis padres, convencida de que no me querían y se habían terminado hartando de mí.
               Había decidido contrarrestarlo con muchos mimos y atenciones. Era mi última oportunidad de tener detalles con él, por lo menos en mucho tiempo, y lo cierto era que, por primera vez en mi vida, me apetecía mimar y consentir a otra persona que no fuera Zoe. Y eso que no estábamos en el cumpleaños de Tommy, y normalmente esta rama generosa me salía sólo en su cumpleaños.
               Vacilé un momento entre ponerme una camiseta mía o una suya, y al final opté por la de él. Hay una pura inocencia y a la vez un cierto erotismo en pasearte por ahí con la ropa que tu novio ha llevado la noche anterior, y yo no iba a renunciar a esa mezcla de sensualidad tan alegremente.
               Bajé las escaleras dando brincos silenciosos, sólo para encontrarme con que Louis y Eri ya estaban despiertos, apoltronados en el sofá, dispuestos a aprovechar su día haciendo entre nada y aún menos. Eri devoraba el libro que le había regalado la tarde anterior, mientras Louis simplemente estaba tirado contemplando la pantalla de su ordenador, mirando de vez en cuando a su esposa, sonriendo al verla tan absorta y volviendo su atención de nuevo a sus quehaceres informáticos.
               -Buenos días-saludé, sonriente. Eri levantó la cabeza, Louis la imitó.
               -Qué madrugadora-observó él después de los saludos de rigor. Me encogí de hombros.
               -Es que le quiero hacer el desayuno a Tommy. Me hace ilusión-expliqué-. Como él me lo ha hecho varias veces…
               -¿Necesitas ayuda?
               -Puedo sola, gracias-sonreí y me giré sobre las plantas de los pies cual bailarina para entrar con valentía en la cocina. Me peleé con un huevo crudo que rompí en un plato (me daba miedo echarlo directamente sobre la sartén, por eso de que el aceite caliente saltaba y no quería quemarme), con tan mala suerte que la yema se me rompió nada más trasladarlo-. Mierda-gruñí, y levanté la vista, en busca de ayuda. Eri, que llevaba observándome desde que encendí la cocina, se levantó y vino hacia mí, dejando el libro abierto sobre la pequeña mesa frente a la televisión-. Se me ha roto la yema-expliqué, y ella asintió con la cabeza.
               -No pasa nada. Puedes hacérselos revueltos-dijo sin más-. Le gustan igual.
               -No sé hacerlos revueltos.
               -Es fácil-respondió-. Coges un huevo: hecho-lo señaló-. Lo cascas y lo echas en la sartén: hecho. Le rompes la yema.
               -Hecho-sonreí, y su sonrisa se ensanchó.
               -Y ahora, lo revuelves. No tiene más misterio.
               No hizo amago de cogerme la cuchara de madera y hacerlo ella, sino que depositó su total confianza en mí. Puso los brazos en jarras, observando cómo lo hacía, y asintió con la cabeza.
               -Si necesitas algo…
               -Lo sé.
               Se dio la vuelta y atravesó la puerta.
               -Eri-la llamé, y se volvió-. Gracias.
               -No se dan, tesoro.
               -No, en serio. Gracias. Por todo.
               Eri me dedicó una sonrisa afectuosa.
               -No se dan-repitió-, cariño-y, sin decir nada más, volvió a sentarse en el sofá, con el libro entre las manos, los ojos atentos en mí, pero no por si metía la pata, sino con un orgullo olvidado para mí y cotidiano para ella, el de una madre que observa a uno de sus retoños desenvolverse en el mundo como un animal hecho y derecho.
               Freí beicon, saqué un zumo de la nevera y también algo de mermelada. Hice un par de tostadas en la propia sartén y lo distribuí todo como buenamente pude en una bandeja.
               -Madre de Dios, Diana, ¿cuándo va a ser la próxima vez que coma?-preguntó Louis, divertido, pero Eri le dio un manotazo.
               -Es americana, y los americanos desayunan bien, no como vosotros, los ingleses.
               -“¿Nosotros, los ingleses?”-repitió Louis, incrédulo-. Nena, te has casado con un inglés, has parido a cuatro ingleses, llevas 20 años viviendo en Inglaterra. Creo que querías decir “nosotros, los ingleses”.
               -Yo no soy inglesa-discutió la jefa de la casa, muy pagada de sí misma-. Y desayuno bien.
               -Lo que tú digas, mi amor.
               Me peleé con la trampilla de mi habitación para poder abrirla; no había contado con que tendría que escalar, abrirme paso por el agujero, y sostener la bandeja en equilibrio, todo a la vez. La empujé con una mano mientras hacía malabares con la otra y una pierna, luchando por mantener la bandeja estable, y por fin, después de una complicada lucha, conseguí entrar en mi habitación.
               Al olor de comida, Tommy levantó la cabeza.
               -Buenos días-canturreé, dejando la bandeja a su lado y depositándole un beso en los labios. Como aperitivo, pensé, feliz.
               -Días-replicó él, mirando la bandeja, confuso-. ¿Y esto?
               -Te he hecho el desayuno-expliqué, orgullosa de mis improvisados huevos revueltos y de mi beicon casi quemado.
               -¿Y me lo traes a la cama como una esposa servicial?
               Me eché a reír.
               -Puede ser.
               -¿Acaso te estás entrenando?
               -Yo nunca seré una esposa servicial.
               -Qué novedad. Con lo obediente que eres, cualquiera lo diría-contestó, incorporándose un poco.
               -Ni una esposa-puntualicé, y él alzó las cejas.
               -¿No quieres casarte?
               -Nah. ¿Y tú?
               -Joder, yo sí. Está bien que tengamos esta conversación, Diana-se untó un poco de mermelada en la tostada.
               -Menos mal que te queda Layla, ¿eh?
               -También me quiero casar contigo-soltó, como si no hiciera dos segundos que se acababa de despertar, o algo así. Noté cómo me subía el color a las mejillas, imaginándome por primera vez en mi vida pasando por una estúpida ceremonia en la que todas las invitadas intentaban hacer sombra disimuladamente a la novia y en la que te hacías de una persona para toda la vida… o hasta que te durara el divorcio.
               Me imaginé vistiéndome de blanco, el color de la pureza y la virginidad, y caminando hacia un cura que cantaría las alabanzas del amor puro, como si no fuera la mayor golfa que había conocido Nueva York, a la que más veces se lo habían comido y más veces se había comido ella pollas.
               Me puse aún más roja al darme cuenta de que la perspectiva había cambiado sólo por el mero hecho de que no me acercaría por el pasillo a un ricachón estúpido o algún gilipollas que me hiciera reír con contactos, sino al chico que ahora me miraba y sonreía mientras masticaba una tostada a medio untar.
               -Lo mejor de decirte estas cosas-comentó Tommy, riéndose-, es la cara que pones porque no sabes qué contestar.
               -Ah, ¿que era coña?-inquirí, un poco aliviada, bastante decepcionada, y totalmente sorprendida por los sentimientos encontrados que se arremolinaban en mi interior. Tommy se puso serio de repente, como si le acabara de preguntar de dónde venían los niños o qué era ese sofoco que sentía cuando veía a un chico guapo por la calle. Ganas de follar, mi vida.
               Más o menos lo que tienes ahora. Mira qué mandíbula tiene, por Dios. Mira cómo mastica.
               -No-respondió él, y tardé un segundo en seguir el hilo de la conversación de vuelta de mis pensamientos-. Yo reconozco a la mujer de mi vida cuando la tengo delante-me puse aún más colorada. Lo estaba pasando realmente mal. Tommy me sonrió, dándose cuenta de dónde nos estábamos metiendo, y, sobre todo, de que yo aún no estaba lista para hablar de aquello de lo que estábamos hablando-. O cuando me trae el desayuno a la cama de un modo totalmente altruista.
               -No ha sido altruista-respondí, echándome el pelo a un lado, agradeciendo el terreno cedido por él, que no parecía querer presionarme.
               -¿No?
               -No-sonreí-.Es que me trae buenos recuerdos-ronroneé-. Y me apetecía.
               -Si te dijera las cosas que me apetecen a mí en este momento-respondió él, echándome un vistazo de abajo arriba. Me reí.
               -Come, venga, que se te va a enfriar.
               Se incorporó un poco y me acarició la cara.
               -Te das cuenta de que con eso, lo único que estás haciendo es ser generosa y no pedirme nada a cambio, ¿verdad?
               -Ya me has dado muchas cosas.
               -Sí, ¿no? Como unas mejillas coloradas; apuesto a que soy el primer chico que consigue que te pongas roja en toda tu vida.
               Sentí cómo me subía el calor de nuevo a la cara, e intenté tranquilizarme. Que me pidiera lo que quisiera: que me pusiera de rodillas y le hiciera una mamada bestial, que me abriera de piernas y le montara como si no hubiera un mañana, que separara mis muslos y le dejara comerme como si fuera su último alimento antes de irse a la guerra. Pero que no me hiciera esto. Que no me hiciera hablar de cuántas veces estaba siendo el primero en tantísimas cosas, porque me sentía una niña en compañía del chaval de instituto que le gusta, soñando con él cada noche, escribiendo cartas que nunca le va a mandar y colándole mensajes de admiradora secreta en su taquilla el día de San Valentín.
               -Tommy, de verdad-dije, fingiéndome ofendida-. Que se te va a enfriar.
               Él me miró un momento más, terminando de masticar su muy mermada tostada. Sus ojos se oscurecieron, y mi yo interior suspiró aliviado. Eso sí que podíamos manejarlo.
               -Ahora mismo, sólo quiero desayunarte a ti.
               Apartó la bandeja hacia la mesilla de noche, me tomó de la cintura, me tiró contra el colchón y, mientras yo caía, me agarró de las bragas y tiró de ellas. Separé las piernas todo lo que pude, expectante, y lancé un gemido cuando se lanzó hacia mí como un camello que por fin encuentra un oasis, justo antes de que se agoten las reservas de su joroba. Me mordí el labio, arañé el colchón, arqueé la espalda y separé un poco más las piernas, dándole cancha para que hiciera lo que quisiera con mi sexo, sorprendentemente dispuesto y anhelante de su lengua.
               -Tommy-gemí, moviendo las caderas involuntariamente, acompañando el envite de sus labios.
               -Dios, sí, nena, di mi nombre; sabes lo que me pone que digas mi nombre mientras te lo como.
               -Tommy-repetí, jadeando, buscando aire, buscando el frío, desabrochándome la camisa y acariciándome sin vergüenza ninguna, recuperado el estado primitivo de la humanidad. Con una mano me acaricié los pechos, igual que lo haría él de estar más arriba, y con la otra bajé hasta el centro de mi ser. Recibió mis dedos anhelantes con un chupetón que hizo que me estremeciera de arriba abajo, y que una oleada de calor me recorriera entera. Abrí la boca y dejé escapar un jadeo tan escandaloso que estuve segura de que me oirían hasta en mi ático de Nueva York.
               Me masturbé mientras él me devoraba, y le noté sonreír, dándose cuenta de lo que hacía.
               -Tommy-gemí, suplicante-. Sube. Sube-rogué, pero le noté negar con la cabeza.
               -Yo creo en la simetría, Diana. Es nuestra última vez en casa, ¿sabes cuántas veces voy a hacer que te corras?
               -Oh, Dios mío-fue todo lo que pude responder antes de que un orgasmo explosivo inundara cada rincón de mi ser, le prendiera fuego a cada célula. Intenté apartarlo de mí, pero él no se alejó, y bebió del calor líquido que era mi placer, los efectos que su lengua tenía en mi cuerpo.
               Ya estaba agotada.
               -Uno-anunció, triunfal.
               Y todavía quedaban dos.
               Subió por mi cuerpo, dándome besos, pero no dejó mi sexo desatendido en ningún momento. Mientras me masajeaba en círculos, entrando de vez en cuando para recordarme a quién le pertenecía cada fibra de mi ser con un dedo, me fue dando besos hasta llegar a mis senos.
               -Ni se...-empecé, pero él sonrió, me mordisqueó los pechos y me catapultó a la velocidad de la luz de nuevo a las estrellas. Terminé de retorcerme y abrí los ojos, sólo para encontrarme con los suyos, su sonrisa victoriosa en la boca.
               Y se chupó el dedo.
               -No tienes vergüenza.
               -Dos.
               Esperó una eternidad. Separé las piernas, me froté contra él.
               -¿No quieres poseer a tu americana?-invité, coqueta.
               -Ya pensaba que no se lo ibas a pedir a tu inglés.
               -Pero, inglés-repliqué, frotándome aún más contra él, disfrutando de las riendas de la situación-, con lo que me encanta la simetría-ronroneé, mirándole a los ojos, disfrutando de cómo perdía el control y lo ganaba yo. Meneé las caderas en círculos, incitante, y Tommy no se hizo de rogar. Apenas entró en mí, le noté romperse, demasiado excitado por todo lo que me había hecho como para resistir como solía hacer. Me mordió el hombro mientras se corría, cálido entre mis muslos y palpitante en mi interior. Me miró como un corderito degollado, pidiendo disculpas, pero yo alcé las cejas-. Vaya, vaya, parece que el cazador ha sido cazado, ¿eh?
               -¿Quieres cuatro? Porque tengo aguante para cuatro.
               Me eché a reír, los dos gemimos, alentados por lo que las carcajadas hacían a nuestra unión, suspiré y continué moviéndome debajo de él. Me gustaba cuando estaba encima, tumbado sobre mí, acariciándome con todo su cuerpo mientras yo me arrastraba bajo el suyo, ayudando a que sus empellones fueran más profundos. Encontró un ritmo torturador y se quedó en él, haciendo que mi boca vomitara frases inconexas de las apenas me percataba, tan ocupada estaba en notar nuestros cuerpos unidos en tantos rincones que me era imposible contarlos: nuestros sexos, nuestras caderas, sus abdominales en mi vientre, su pecho sobre los míos, su boca en la mía, su lengua en mis labios, sus ojos mirándome cuando necesitábamos respirar.
               Sonrió al ver que me acercaba como el estudiante que tiene bien resuelta la cuenta matemática y al que el profesor llama la atención porque su resultado no es el mismo.
               Me acarició las caderas, se arrodilló entre mis piernas y me embistió tan dolorosamente despacio que creí que me volvería loca. Sus empujes fueron profundos, sucios, animales, disfrutando de cómo mi cuerpo se escapa a mi control. Me acarició los glúteos, me miró a los ojos, y en ellos me vi reflejada, desnuda, postrada ante él, total e irremediablemente suya.
               -Tres-dijo, y, como si hubiera estado esperando precisamente esa señal, mi cuerpo se rompió en mil pedazos, me revolví en un clímax increíble como pocos. Tommy se quedó quieto, saboreando la sensación, midiendo mi descontrol. Me observó con curiosidad mientras los temblores remitían, a la espera, y, cuando mis ojos se encontraron con los suyos, sonrió y exhaló, agotado pero satisfecho.
               Se tumbó a mi lado, su miembro todavía preparado para continuar, pero de un tamaño menor al que tenía en sus momentos de apogeo. Me relamí, pensando en cómo reaccionaría si me arrastraba y me lo metía en la boca, haciéndole probar su propia medicina. Pero estaba exhausta, así que sólo me quedó quedarme quieta, recuperando el aliento, dejando que mi corazón se tranquilizara con los ojos fijos en el techo. Tommy estaba igual, mirando a la nada, con la mente vagabundeando. Clavó sus ojos en mí después de unos minutos en que nos dejamos en paz después de tanta guerra; era como atravesar un terreno neutral entre trinchera y trinchera, nuestra Suiza particular.
               -Después de hacerlo estás mil veces más guapa-me dijo, y yo le miré y me eché a reír.
               -Ídem, inglés.
               -Y después de hacerlo, te quiero un poquito más-añadió, experto como era en poner la guinda del pastel.
               -Yo te quiero mucho más-respondí, apuñalando el cadáver de la Diana que había sido para Zoe. Me puse de costado y él me imitó, me acarició la cintura con la yema de los dedos.
               -Uf, ya nos veo de viejitos, tú preciosa, y yo enamoradísimo, con nuestros 80 años, casados…
               -No nos vamos a casar, Tommy-le interrumpí, riéndome.
               -Lo que yo te diga-contestó él. Nos quedamos en silencio, sus dedos recorriéndome, mi piel revolucionándose bajo él.
               -¿Y si no podemos follar así durante el concurso?-pregunté. Echaría de menos los polvos sucios como aquél. No es que no me gustara cuando lo hacíamos despacio, al contrario, me encantaba sentir que conectábamos a niveles más trascendentales que nuestros cuerpos, pero… a veces una necesita el cansancio que produce que tu novio te folle sin piedad.
               Le viene bien al cutis.
               -Pues, la semana que viene, me tiro por el suelo y hago la croqueta en plena actuación, y Jesy nos echa fijo-sonrió-. Ya nos tiene un odio por haber llevado a Scott…
               Me quedé callada, a la espera de que dijera algo más.
               -¿Crees que nos dará caña?
               -¿Es coña?-replicó-. ¿Has visto cómo se puso con nosotros en la audición? Ya podemos ser los mejores; entonces igual, con suerte, en lugar de crucificarnos sólo nos arranca la piel a tiras.
               -¿Tu padre no es amigo de Little Mix?
               -Perrie y él eran cercanos. Especialmente después de que Zayn rompiera con ella. Ya sabes, la época de “¿recuerdas cuando tenías una vida?” y todo ese rollo-puso los ojos en blanco-. Pero eso no quita de que no lo recuerden. Y, por una vez, que Scott sea igual que Zayn es un inconveniente en lugar de una ventaja.
               -Pero también te tenemos a ti-susurré, acariciándole el mentón. Él asintió con la cabeza.
               -Sí, bueno, y puede que ésa sea una de las razones por las que no nos mandó a casa de una patada en…-se quedó callado, escuchando. Acababan de llamarle desde el piso de abajo. Nos incorporamos de un brinco y buscamos nuestra ropa en la maraña de sábanas-. Un segundo, papá-pidió, casi suplicó, mientras se enredaba los pantalones en las piernas y se pasaba la camiseta por los hombros. Le tiré los pantalones mientras yo me ponía su camiseta de dormir-. Vale, ya puedes-dijo tras comprobar que yo estaba presentable, y su versión más mayor asomó la cabeza por la trampilla.
               -No hacía falta que os vistierais, todo el vecindario ha podido oír a Diana-espetó, y los dos nos sonrojamos. Se volvió hacia su hijo-. Tu madre va a ponerse a cocinar ya, ¿vas a bajar, o estás demasiado ocupado comiendo?
               -Ya voy-se excusó en tono vacilante y tímido, sacando un pie de la cama y caminando hacia su padre, que se lo quedó mirando desde abajo, y luego sonrió.
               -Menudo semental estás tú hecho, Thomas, cómo se nota que eres hijo mío.
               -¿Verdad que sí?-soltó el susodicho, la madre que lo parió, y padre e hijo se echaron a reír-. Pues tengo algunos truquitos que me ha enseñado Scott, y que con Diana son mano de santo; por ejemplo, la cojo del pelo mientras le meto la mano en…
               -¡Tommy!-protesté, tirándole la almohada, y él se giró, me miró, me dedicó una sonrisa canalla (la sonrisa que Scott tenía patentada) y me guiñó un ojo.
               -¿Bajas, americana?
               Me puse de morros pero accedí, sabiendo que Tommy no se iría de la lengua con su padre ahora que le había dicho que calladito estaba más guapo. Me senté a contemplar cómo cocinaba, un poco dolorida por el reciente contacto, y apreté los muslos instintivamente cuando él se puso de puntillas en busca de algo que le había pedido Eri, mostrándome por un fugaz momento sus calzoncillos.
               Su madre le preguntó si usábamos condón siempre, y le echó la bronca del siglo cuando consiguió sonsacarnos que lo habíamos hecho un par de veces sin ningún tipo de protección, y que yo necesitaría la segunda píldora en lo que llevábamos de año. Le gritó que era un inconsciente y un egoísta, que si no sabía el chute hormonal que se producía con aquella pastilla, que cómo podía ser tan tonto…
               -Diana quiere tener hijos conmigo, mamá; así su organismo se acostumbra a mi material genético-le soltó, y Eri se lo quedó mirando un buen rato, estupefacta ante la respuesta que le acababa de dar. Se volvió hacia mí.
               -Con la cantidad de chicos que había en el vecindario, ¿tenías que acostarte con éste?
               -Es que me adora-respondió Tommy.
               -Es que era el que me quedaba más a mano-contesté yo. Tommy me fulminó con la mirada y Eri se echó a reír, le dio con un paño de cocina en el culo y anunció:
               -Como me entere yo de que andáis haciendo el tonto por ahí, te los corto, Thomas.
               -¿Y si hay papeles de por medio?
               -Pero no los hay.
               -Pero, ¿y si los hay?
               -Pero no los hay, Tommy-discutió su madre.
               -¿Y si los hubiera?
               -Qué pesado eres, chico-protestó Eri.
               -Nada, Diana, que hay que casarse-Tommy se echó a reír-. Con las ganas que tiene mi madre de un montón de nietos a los que mimar, ¿eh?
               -Yo no necesito más críos a los que cuidar; contigo me basta y me sobra, y todavía tengo que ocuparme de tus hermanos pequeños también.
               -Bueno, mamá, esta noche ya dejo de estar bajo tu jurisdicción… así que, si la casa se queda demasiado vacía, nos lo dices a Diana y a mí, ¿vale?-le dio un golpe con su cadera, y Eri lo miró un segundo. Se llevó una mano a la boca-. Mamá, no llores-le pidió, pero ya era tarde. Los ojos de su madre se habían convertido en auténticas cataratas por las que corría el agua sin cesar. Dejó que su hijo la cogiera entre sus brazos y la estrechara contra su pecho-. Mamá, no pasa nada.
               -Es que hace dos días eras así-se llevó una mano a la rodilla-, y ahora ya te me vas de casa…-gimoteó, y yo aparté la vista, también un poco emocionada, admirando de paso la entereza con la que Tommy manejaba la situación.
               -Venga, mamá, si no me voy de casa, sólo me voy de vacaciones unos meses.
               Tommy la arrulló y la besó y la acunó mientras ella desahogaba toda su tristeza. Ya tenía asumido que Eleanor se marchaba, lo que había sido una sorpresa fue la partida de su primogénito también. Tommy le besó la cabeza, le acarició la espalda, le aseguró que él siempre sería su niño pequeño aun cuando fuera un ancianito de pelo blanco…
               -¿Y si estás calvo?
               -No, mujer; calvo va a estar Scott-sonrió él, y Eri se echó a reír entre sollozos, y él le dio un beso en la mejilla, le acarició los hombros-. ¿Mami? Se nos va a quemar el pollo. Deberíamos dejar tanto sentimiento para otro momento-sugirió, y Eri se echó a reír, asintió con la cabeza, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se volvió hacia su cocina. Tommy me miró, yo le miré a él, nos sonreímos un segundo, y luego él imitó a su madre.
               Aguanté estoicamente que no me hicieran caso y que hablaran en idiomas que yo no comprendía mientras cocinaban. Eri dijo algo, yo no la escuché, y sonrió cuando di un brinco, dándome cuenta de que estaban hablándome a mí.
               Estaba tan ensimismada mirando a Tommy sin verlo realmente, perdida en una película prefabricada en la que los dos teníamos la familia con la que él soñaba, y con la que me sorprendí soñando yo también, que se me había olvidado mi ente corpóreo.
               -Parece que alguien te quiere mucho, ¿eh, T?-sonrió Eri.
               -Mamá, no hables de ti en tercera persona. Es raro.
               -Es que…-suspiré-. Está tan bien hecho, Eri. Lo hicisteis con ganas, ¿verdad que sí?
               Tommy no se dignó en girarse, pero pude ver su sonrisa de disfrute aun desde mi ángulo.
               -No lo sabes tú bien, tesoro-le acarició la cara a su hijo, que dio unos golpecitos en el suelo con la punta del pie como si fuera un perrito.
               Entraron Mary y Eleanor, preguntando si necesitaban ayuda. Los dos negaron con la cabeza y, cuando las chicas se iban a marchar, Eri las retuvo.
               -¿Qué tal el chico que te gusta, Mimi? El bailarín.
               -¿Trey?-Mimi se puso colorada, apartándose el pelo de la cara. Tommy se la quedó mirando; probablemente nunca hubiera escuchado ese nombre. Me regodeé en pensar que yo sí. Incluso le ponía cara al muchacho que tenía a Mary medio enamorada-. Bien. Está bien.
               -¿Ya le ha conocido tu hermano?
               -Bueno… lo ve a la salida. Pero no sospecha nada. Aunque dice que no tengo posibilidades.
               Eri se irguió.
               -¿Por qué? Con lo preciosa que tú eres. Podrías tener a cualquier chico que quisieras.
               -Es que dice que es gay-se frotó el brazo-. Aunque, bueno, a Alec cualquier chico que no haya estado con tantas chicas como él, ya le parece gay. Incluso a Louis lo consideraría.
               -Pues no sería el primero, tesoro-sonrió Eri, y Eleanor y Tommy se echaron a reír. Louis protestó desde el salón, a lo que Eri le respondió con un “¡te quiero, mi amor”. Las chicas salieron, una divertida, la otra muerta de vergüenza, pero un poco animada. Era increíble lo que aquella mujer te podía hacer sentir con un par de palabras, era como si supiera exactamente dónde te dolía algo para ir a ponerte la tirita.
               Era paciente, cariñosa, y buena… y generosa, más que mamá, quien de lo contrario no habría decidido dejar de quererme, seguiría siendo como cuando era pequeña y como Eri seguía siéndolo con sus hijos, sin importar su edad, riendo y acariciando y besando y mimando cada vez que se le presentaba la oportunidad.
               Me descubrí a mí misma con los ojos empañados. Tommy me vio de reojo, y se giró con el ceño fruncido.
               -¿Qué pasa, Didi?
               Su madre también se giró.
               -No te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí-sollocé, y Eri se tocó el pecho, conmovida-, cómo me has cuidado y me has aceptado como soy y… y no me juzgas, a pesar de todo lo que sabes de mí…-Tommy miró a su madre, pero eligió no decir nada, gracias a Dios-. Yo… quería decirte que te voy a echar mucho de menos. No voy a echar a nadie de menos tanto como lo voy a hacer contigo-Eri vino a acariciarme la cabeza-. Para mí, tú eres mi madre, y me da igual lo que diga la de Nueva York.
               -Cariño, no digas eso, madre no hay más que una, y ella se desvive por ti.
               -Yo no la veo aquí, consolándome ni despidiéndose de mí. Ni siquiera me ha llamado con lo del concurso, a pesar de que ya se sabe que voy a irme un tiempo-me limpié las lágrimas con el dorso de la mano-. Madre no es la que sale corriendo a la mínima oportunidad.
               -Noemí no salió corriendo, y lo sabes-susurró, paciente-. Le duele muchísimo estar lejos de ti, pero las tres sabemos que esto era lo mejor para ti.
               -A veces desearía que tú fueras mi madre y no ella.
               Tommy se puso rígido, estupefacto ante tal afirmación, pero Eri no movió ni una pestaña.
               -Sé que te duele lo que ha pasado, pero algún día entenderás el gran sacrificio que ha hecho tu madre apartándote de ella y de todo lo que te hacía daño.
               -Vive como una reina, sobre todo desde que yo estoy aquí.
               -Tú también vivías como una reina, hasta que conociste a mi hijo, y luego, todo lo que tenías hasta entonces te parecía miseria comparado con él-respondió, y yo me quedé mirándola, y miré a Tommy, que se mordía el labio, pensativo-. Eso es lo que está viviendo tu madre ahora. Las vacaciones que vivisteis los dos. Ese infierno que dura ya cinco meses.
               Clavé la mirada en ella de nuevo.
               -¿Ves? Hasta en defenderla eres mejor que ella.
               -Yo no soy mejor que ella, porque yo no soy tu madre ni lo voy a ser nunca, Diana-consoló en tono dulce-. Yo también te voy a echar de menos, y para mí eres como una hija, ya lo sabes, pero… pero yo no voy a ser nunca una madre para ti.
               -La sangre no significa nada.
               -La sangre, no; la infancia, sí. Y tus recuerdos más felices están plagados de la imagen de Noemí, no de la mía. Yo soy como tu hada madrina-sonrió-. Te ayudo cuando más lo necesitas, pero la que está para levantarte cuando tropieces cada día, es Noe.
               Me dio un beso en la frente.
               -Algún día, lo entenderás.
               Parpadeé, anegada en lágrimas. Tommy me acarició los hombros, me preguntó si quería que hiciéramos algo, pero negué con la cabeza. Era su último día en casa, sus últimos momentos con su madre; no se lo arrebataría como me habían arrebatado mi vida.
               Astrid y Dan entraron en la cocina en el instante en que yo terminaba de convencer a Tommy de que estaba bien.
               -¿Diana?
               -Ahora no es un buen momento, chicos-les dije. No quería jugar, quería quedarme en esa burbuja de protección que su madre parecía llevar a cuestas.
               -Es que tenemos un regalo para ti.
               Fruncí el ceño.
               -¿Un regalo?-inquirí-. ¿Para mí?
               -Esto no me lo pierdo-Tommy dejó una cuchara de madera sobre la encimera y se volvió. Astrid se acercó y me cogió la mano.
               -Sí, lo tenemos en nuestra habitación, pero tienes que cerrar los ojos.
               -Pero…
               -¡Cierra los ojos, Diana!-protestó la niña, y yo asentí. Noté cómo unos dedos se cerraban en torno a mi otra mano, mientras Dan y Astrid me guiaban por la cocina, escaleras arriba, indicándome los obstáculos para que los sorteara. Los pasos de Tommy nos seguían de cerca, cautelosos. Otros dos pares de pasos se unieron a la comitiva: Eleanor y Mary.
               Noté a Dan empujando una puerta, a Astrid abriéndola con ímpetu y llevándome hacia el centro de la habitación. Olisqueé el ambiente, preguntándome qué sería, sin poder dilucidar nada. Sentí la tentación de echar un vistazo por entre las pestañas, pero eso les disgustaría y rompería la magia del momento.
               -Vale, ¡ya puedes abrirlos!-celebraron los niños, ya soltadas mis manos. Hice lo que me pedían.
               Y mi cerebro se desconectó.
               Apoyadas sobre una cómoda de colores, había una maraña de plumas blancas y azuladas pegadas, de una forma descuidada para un adulto pero cuidadosa para un niño, a un cartón que habían pintado previamente con acuarela blanca.
               No se me escapó su forma de lágrima invertida, con ondulaciones hacia los picos.
               Tommy sonrió al ver cómo mi boca se curvaba en una sonrisa, observando aquellas alas que mi yo anterior habrían calificado como chapuceras y desastrosas, pero que ahora me parecían las más preciosas del mundo. Dan hinchó el pecho y comenzó a hablar.
               -Como estabas un poco tristona porque esos hijos de… Tommy no me deja decir esa palabra…
               -Puta-susurró Astrid, tapándose la boca de modo que sólo yo pudiera ver sus labios. Todos nos echamos a reír.
               -¿Qué has dicho, Ash?-inquirió su hermano mayor.
               -Fruta.
               -Ya me parecía.
               -Decidimos hacerte nosotros unas. Para que vean esos cabrones que tú no te vas a quedar sin alas sólo porque ellos sean tontos-Dan asintió, satisfecho.
               -¿Te gustan?-preguntó Astrid, cogiéndolas-. Mira, incluso le cortamos las asas a una mochila vieja para que te las puedas colgar. ¡Parecerás una princesa alada!
               Fue entonces cuando empecé a llorar. Nadie había hecho algo tan bonito por mí en mi vida. Eso de dedicarme tiempo, esfuerzo, paciencia… y ser tan creativo, sin esperar nada a cambio.
               Y eran unos niños, por dios bendito. Les quería como si fueran mis propios hermanos. Les quería tanto que me dolía el pecho y me costaba respirar. Me incliné y los cubrí a besos, les di las gracias, les achuché con fuerza, les dije que eran los mejores y que nunca se me olvidaría lo que habían hecho por mí, y que los quería, y que los quería, y que los quería…
               -¿Quieres probártelas?
               -¡Claro que sí!-respondí entre sollozos, y me senté en el suelo para que ellos me las colocaran, con cuidado de no estropearlas. Les senté en mi regazo y les di más y más besos mientras Tommy nos hacía fotos, que no tardaría en subir a Instagram sin ningún tipo de filtro, porque las caras de ilusión de mis niños por mi felicidad, y la mía propia al tener unas alas, ya eran inmejorables.
               Me las quité, las acaricié, pasé los dedos por las plumas más grandes (eran de diferente tamaño, lo tenían todo pensado) y, cuando me calmé, las llevé a mi habitación. Me quedé pensando en cómo haría para meterlas en la bolsa sin estropearlas, hasta que decidí llevarlas aparte. Ni de coña me iba a separar de ellas, representando todo lo que representaban: eran, literalmente, la prueba de mi estancia en casa de Tommy.
               -Cualquiera diría que eres la misma chica que vino de Nueva York-observó él, mirando cómo las metía en la bolsa más grande que pude encontrar.
               -Me siento como si nunca hubiera sido realmente esa chica-respondí.
               -Diana la modelo me ponía, muchísimo-admitió-; pero no sabes cómo amo a Didi, mi americana.
               Me metí el móvil en el bolsillo.
               -A mí también me encanta ser sólo Didi-respondí, ignorando las continuas vibraciones por las notificaciones en Instagram al que se convertiría en mi publicación favorita: yo, sentada con las piernas cruzadas, con unas alas de cartón blanco-azuladas hechas a mano, y con los hermanos pequeños de Tommy sentados en mis rodillas, riéndose mientras yo me los comía, literalmente, a besos.
               ¿La frase? Lo mejor de toda la publicación.
               “No necesito vuestras alas, dos ángeles me las han hecho caseras.”

El cuarto capítulo de Sabrae ya está disponible, ¡entra a echarle un vistazo y apúntate para que te avise de cuando suba los siguientes capítulos! A más gente apuntada, antes subiré



Te recuerdo que puedes hacerte con una copia de Chasing the stars en papel (por cada libro que venda, plantaré un árbol, ¡cuidemos al planeta!🌍); si también me dejas una reseña en Goodreads, te estaré súper agradecida.😍       

6 comentarios:

  1. AYYYYY TODO EL CAPÍTULO HA SIDO UN VERDADERO BIZCOCHITO RELLENO DE MUCHO MUCHO AMOR
    De verdad, no super ni una sola palabra del capítulo de lo tierno que ha sido todo. ME DUELE EL CORAZÓN Y LOS OJOS DE LLORAR.
    Me ha parecido tan preciosa la despedida de Duna y Scott que me muero, no lo voy a superar nunca. Encima la pequeña Dun dun metiéndose en la mochila. YO ES QUE ME MUERO DE AMOR.
    Y si no teníamos suficiente llegan Astrid y Dan a darle las alas a Diana para animaría antes de que se fueran al concurso. De verdad YO ASÍ NO PUEDO!!!
    Que le den a Scommy, los verdaderos protagonistas de esta historia es el trío que forman Duna, Astrid y Dan. YO LO SE Y EXIJO UN SPIN ODF QUE HABLE DE SUS AVENTURAS EN EQUIPO!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. AYYYYYYYYYYY ari no sabes lo que me gusta que te haya gustado jo, cuqui que eres cuqui ♥
      Por favor apreciemos que Duna Malik se ha metidoEN LA MOCHILA DE SU HERMANO para intentar irse con él estoy súper dolida con lo bella que es esta familia
      Y LOS PEQUES DE LOS TOMLINSON DE VERDAD APRECIEMOS A LOS PEQUES. Que los mayores son cuquísimos pero POR FAVOR LOS PEQUES.
      Calla calla, no me pidas spinoffs porque entonces me pongo a pensar en cosas y al final termino como con sabrae, con una libreta aparte en Evernote y casi 400 notas en menos de 9 meses

      Eliminar
  2. QUÉ LLORERA MADRE MÍA
    Cuando Scott se despide de Duna y le da la lámpara, qué cosa más tierna ❤
    Diana es amor puro en este capítulo. Haciéndole el regalo a Eri, dándole las gracias por todo, cuando Ash y Dan le regalan las alas...Simplemente increíble ❤
    Me ha encantado este capítulo, me ha encantado lo tierno que es y me ha encantado que me haya hecho llorar de tristeza y de felicidad. Gracias de nuevo por lo que nos das Eri, nos has bendecido con tus historias ❤
    Bueno y dejo esto aquí porque me ha encantado "Hay cosas que te marcan, hay cosas que ves como si fueran fotografías a pesar de no tenerlas delante. Cosas que, por insignificantes que sean, te hacen ser quién eres: componen tu memoria a base de uniones caprichosas, cordones entretejidos sin ninguna otra función que convertirte en la persona que vas a ser."

    - Ana

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ME HA DOLIDO LA VIDA ESCRIBIR ESTO ES QUE YA ME ESTOY DESPIDIENDO DE CHASING THE STARS Y NO
      QUIERO.
      Tengo que acordarme de poner qué cosas les da Scott a cada una de sus hermanas porque de verdad, lo que quiere a las chicas este chaval no es ni medio normal, qué buena madre ha sido Sherezade inculcándole tanto amor para que él lo vaya repartiendo con tanta facilidad ME DUELE TODO.
      Por favor es que no me canso de decir que la evolución del personaje de Diana es CON DIFERENCIA lo mejor de esta novela, literalmente parecen dos personas diferentes????
      A mí me ha encantado más tu comentario y lo que me dices de las emociones encontradas, gracias A VOSOTRAS por seguir comentando y dejando que mis historias entren en vuestras cabezas aunque sea por un momento ᵔᵕᵔ

      PD: estoy muy orgullosa de esa frase la verdad, muchísimas gracias por ponerla ❤

      Eliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤